2. Determinismo y condicionantes del comportamiento de los personajes principales.

2.4. Ana Ozores

Comencemos hablando de Ana, recogiendo palabras de don Benito Pérez Galdós:


"De alto linaje, hermosa, de éstas que llamamos distinguidas, nerviosilla, soñadora, con aspiraciones a un vago ideal afectivo, que no ha realizado en los años críticos". 


Ante una persona así, tan vulnerable a las influencias del exterior, la ciudad  aprovecha para aguijonearle al no entrar aún en el engranaje de la gran Vetusta hipócrita. Extraemos de "La Regenta" al respecto:


"Las señoritas de Ozores y la nobleza de Vetusta, suspendieron el juicio que iba a merecerles la hija de don Carlos y de la modista italiana para reunir datos suficientes". 


Vemos que el futuro de Ana está en manos extrañas, es tratada como un objeto al que se le utiliza y cuida según la ocasión:


"En efecto, la nobleza iba en romería a ver el prodigio, a ver engordar a la niña (...) la habían alimentado bien, había recobrado el tipo de la raza. Se votó por unanimidad que era hermosísima".


Desde el mismo momento en que Ana comenzó a vivir a expensas de sus tías, fue tratada como un experimento, como una inversión. Querían borrar su pasado,
el de ser la hija de una "plebeya", de una mujer de clase baja, y eso para Vetusta era imperdonable, pero "su belleza salvó a la huérfana", por lo que ella "se sintió esclava de los demás".


Ana no podía abandonar a sus tías aunque quisiera, estaba endeudada y por lo tanto supeditada a ellas, no podía depender de ella misma en:


"aquella miserable vida que la ahogaba, entre las necedades y pequeneces que la rodeaban".


En su interior, Ana pensaba en abandonar los muros de Vetusta:


"Quería emanciparse y sentirse libre; pero ¿de qué manera?, no podía ganarse la vida trabajando —antes la hubieran asesinado los Ozores—. No había manera decorosa de salir de allí a no ser el matrimonio o el convento".


Esta decisión llegó al poco tiempo terciada por el hasta el momento confesor
de Ana, don Cayetano Ripamilán:


"— ¡Ta, ta, ta, ta!— dijo en voz alta, sin pensar que estaba en la iglesia. Hija mía, las esposas de Jesús no se hacen de tu maderita. Haz feliz a un cristiano que bien puedes, y déjate de vocaciones improvisadas".


Sigue siendo tratada como un objeto y se siente hundida:


"Se había convencido de que estaba condenada a vivir entre necios; creía en la fuerza superior de la estupidez general, ella tenía razón contra todos, pero estaba debajo, era la vencida".


Evidentemente era diferente a todos, sus aspiraciones —impensables ante Vetusta— eran las de huir de allí, la de recobrar la libertad, escribir poesías, etc., pero de
nuevo el muro gris se le echa encima, la aristocracia vetustense no permite que nadie salga de su redil con ideas tan extrañas como:


"Cuando doña Anuncia topó en la mesilla de noche de Ana con un cuaderno de versos, un tintero y una pluma, manifestó igual asombro que si hubiera encontrado un revólver, una baraja o una botella de aguardiente. Aquello era una cosa  hombruna, un vicio de hombres vulgares, plebeyos (...) ¡Una Ozores literata!".


"Pero más vale que no los escriba, no he conocido ninguna literata que sea mujer de bien".


"Las mujeres deben ocuparse en más dulces tareas; las musas no escriben,
inspiran".


Naturalmente Ana dejó la pluma. Pero con el tiempo, fue tomando cuerpo otro
problema trascendental para su vida futura, se pensaba ya en su casamiento. Algo
había en su interior que hacía rechazar a todos los seductores desde que Álvaro se
marchó a Madrid:


"El pesimismo le había hecho repetir muchos días seguidos: Se ha ido el menos tonto".


Las tías presionaban por su parte, le habían buscado un marido tosco pero con
dinero, ya que éste borra todas las imperfecciones de la clase inferior. Después de
variadas propuestas influyentes, Ana elige en contra de la voluntad de sus tías y se
casa con un forastero aragonés que le dobla la edad y que será el causante de su desgraciada vida en lo sucesivo, ya que no encuentra en él lo que buscaba en un hombre. Su trato con Ana es paternal y falto de comprensión:


"Y hacía tres años que ella vivía entre aquel par de sonámbulos, sin más relaciones íntimas".


Lo cierto es que don Víctor evadía todo tipo de relación amorosa con su esposa,
don Víctor era: 

"Todo menos un marido".
"Su don Víctor, ¡aquel idiota! Sí, idiota".


Es Galdós quien a petición de "Clarín" escribe el prólogo a esta obra, en donde
afirma la tendenciosidad en "La Regenta":


"Ana tiene horror al vacío, y este vacío que siente crecer en su alma la lleva a un estado espiritual de inmenso peligro, manifestándose en ella una lucha tenebrosa con los obstáculos que le ofrecen los hechos sociales, consumados ya, abrumadores como una ley fatal".


Engañada por la idealidad mística que no acierta a encerrar en sus verdaderos términos, Ana es víctima al fin de su propia imaginación, de su sensibilidad no contenida, viéndose envuelta en una amarga catástrofe. Vemos en Ana la personificación de los desvarios a los que conduce el aburrimiento de la vida en un medio hostil, el cual la deja entregada a la ensoñación pietista. Es una verdadera protagonista frustrada, su admiración por el Magistral no llega al amor, sin  embargo su enamoramiento por don Alvaro no es exactamente una pasión sino una búsqueda de consuelo.


Por ello, se siente movida por un continuo juego de ilusión y desilusión, y lanzada
en busca de algo superior que llene su vida, por eso su desasosiego se concreta en un vago deseo de huida de ese mundo positivista y a la vez dominado por moribundas tradiciones:


"Su única posibilidad era ahondar en sí misma y soñar".
"Ana choca con su imaginación soñadora, con el grueso muro del aburrimiento,
de la rutina, del tedio provinciano. Dándose cuenta progresiva de su frustración emocional y física, oscila entre su confesor y don Álvaro".


Desde su infancia, Ana veía en la Virgen la figura de una madre, pero no de una
madre cualquiera, sino de la madre de Dios. Ese amor a Dios ya la figura de la madre, fundidos en uno, es lo que hace que Ana sufra sus intermitentes arrebatos místicos.


En un principio tan sólo cuenta en su vida su marido, es el único camino decente
para conseguir una de sus mayores ambiciones:


"Un hijo, un hijo hubiera puesto fin a tanta angustia, en todas aquellas luchas de su espíritu ocioso, que buscaba fuera del centro natural de la vida, fuera del hogar, pábulo para el afán de amor, objeto para la sed del sacrificio...".


Pero nada más lejos de la intención de su marido que el tener hijos —quizá por
miedo al fracaso, como en sus anteriores seudorromances—. Además de no contribuir a la felicidad de Ana, don Víctor es como un muro de incompresión ante su esposa: "Don Víctor era un respetable estorbo". Ana Ozores disponía de tres
vías de salvación en Víctor, Alvaro y Fermín, de ahí que debido a su frustración
con su marido le queden a Ana tan sólo dos salidas; pero el gran problema de ella
es no saber discernir entre los clerical y lo laico.


"Ana sucumbe en el último término por "falta de densidad moral", porque no tiene valores éticos claramente definidos y, al faltarle estos, queda a merced de una religiosidad trivial por un lado, y por otro, en conflicto con un degradado sueño romántico por amor-pasión. De este modo ella cae alternativamente bajo la influencia de Fermín y de Alvaro (...) Los tres personajes evolucionan en una espiral descendente de degradación".


Hay algo en Ana que despierta simpatía y compasión, pero nunca perversión ni
frivolidad, ella es la víctima inerme de un medio sin amor en el que debido a su temperamento apasionado y sensual, vive obsesionada por la figura de don Alvaro, al que contrarresta con prácticas de piedad. Pero hay un momento en el que —debido a estas dos fuerzas— uno de los dos contendientes da una paso en falso al no soportar más su pasión, horrorizada Ana al descubrir que Fermín estaba enamorado de ella, lo repele y huye atraída por el punto opuesto:


" ¡Aquel señor canónigo enamorado de ella! Sí, enamorado como un hombre, no con un amor místico, ideal, seráfico que ella se había figurado".
"A don Fermín le quiero con el alma, a pesar de su amor, que acaso él no puede vencer, como yo no puedo vencer la influencia de Mesía sobre mis sentidos".


La caída de Ana es propiciada por su propio don Víctor, quien además hace a
don Álvaro su más fiel amigo, el cual llevaba mucho tiempo realizando una lenta labor para vencer la castidad de la mujer más hermosa de Vetusta. Hasta que se casa, el medio en el que vive Ana influye y después determina a nuestra protagonista. 


Tras una esporádica actitud de rebeldía ante la familia, se casa con quien no le imponen, don Víctor, más adelante, un conjunto de influencias fisiológicas y psicoló-
gicas, hacen que Ana caiga irremediablemente en el adulterio, en un principio impedido y más adelante propiciado y acelerado por su don Fermín.


El determinismo psicológico está compuesto en Ana por las siguientes influencias:
Ideal de ser madre, incomprensión de su marido, falta de apoyo moral y religioso
de don Fermín, etc., siendo éste último la gota que rebosó el vaso.


No se da en Ana el determinismo hereditario, ya que en ningún momento varían
sus voliciones en forma descontrolada por tales influencias. Simplemente Vetusta
se limita a mostrar su agrio descontento recordando la figura de su madre cuando
Ana Ozores hace algo reprochable según el juicio de la distinguida comunidad.
Cuando descubren que Ana escribía, rápidamente las tías y más tarde la aristocracia arremeten contra lo único que pueden reprochar a Ana, la reputación y ascendencia de su madre, que siendo de condición humilde y al ser extranjera, vieron en ella una dudosa proximidad con las bailarinas italianas:


"— ¡Es necesario aislarla!... Nada, nada de trato con la hija de la bailarina italiana".
" ¡Como su madre! —decía a las personas de confianza— ¡si ya lo decía yo! El instinto..., la sangre... No basta la educación contra la naturaleza".


Esta influencia no es más que el único instrumento que Vetusta puede usar en
contra de una inmaculada Ana, que tras caer en el "placer prohibido", tras la tragedia de la muerte de don Víctor a manos de su rival don Alvaro Mesía y tras una
prolongada incomunicación con el exterior, busca en Fermín la única salvación posible, la caridad de acogerla en el seno espiritual, recuperar la amistad perdida, pero el resultado es funesto:


"La última escena, la de que Ana va al confesionario y Fermín la abandona,
equivale a la muerte, al aniquilamiento espiritual de la protagonista".