Posibles preguntas PAU sobre "La Regenta"

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Libro: Posibles preguntas PAU sobre "La Regenta"
Imprimido por: Usuari convidat
Día: viernes, 3 de mayo de 2024, 07:40

1. Características del naturalismo en "La Regenta".


La Regenta ha sido aclamada como el mejor ejemplo del naturalismo español.

Clarín tiene en cuenta los condicionantes deterministas del carácter humano que delimitan genéricamente la novela naturalista desde sus inicios: 

herencia, medio social y ambiente, haciendo especial hincapié en la presión de los dos últimos. 

No podemos olvidar el movimiento literario anterior. Hay una continuidad entre realismo y naturalismo, en tanto que la novela naturalista pretende ser una imitación o reflejo de la realidad, de la vida; para lo cual el autor debe documentarse. Aquellos aspectos miméticos se complementan con las introspecciones psicológicas o análisis interiores, como los de Ana o Fermín.

Entre los novelistas naturalistas se procuraba que las novelas tuviesen acciones sencillas, sin peripecias excesivas, con cierta impersonalidad narrativa y estilo indirecto libre.  

Sí que se desmarca del naturalismo francés. Para Clarín el naturalismo no consistía en "la constante repetición de las descripciones de lo feo, lo vil y lo miserable". De hecho, encontramos muy pocos ejemplos de sordidez en su obra y todos sugeridos o en boca de algún personaje.

2. Determinismo y condicionantes del comportamiento de los personajes principales.

(Adaptación del artículo: PINEDA GARCÍA, Felipe,  El determinismo en La Regenta, Cauce, nº2)

La teoría positiva de Comte, junto a las de Darwin y Heckel en torno a las leyes de la herencia, de la adaptación al medio y de la lucha por la existencia, llevaron a Zola -figura principal del Naturalismo— a una concepción determinista de la existencia humana, en la que se reducía la vida del hombre a una consecuencia fatal de factores materiales.

Para demostrar la influencia del medio, de la fisiología y de la herencia sobre el individuo, Zola escogió ambientes repletos de degeneración, miseria y tipos en losque quedase de manifiesto los instintos más primarios y brutales —alcohólicos, enfermos, deficientes mentales—.

Sabemos que el Naturalismo de Zola influyó en gran medida en toda Europa. En España y a finales del s. XIX abundaron las descripciones prolijas y detalladas en las que aún no se retrocede hacia los aspectos más desagradables de la realidad.

¿Pero, en qué medida la novela y su tiempo se relacionan?. Sin duda, la aparición de este tipo de novelas puede explicarse como una manifestación de la lucha ideológica y emocional que se vive en España tras la revolución del 68.

Esta corriente ideológica —el Positivismo— y el Naturalismo, mantienen como principios básicos los siguientes:

— el retrato realista y documentado.

— la impersonalidad por parte del narrador.

— y el determinismo fisiológico y ambiental.

El Naturalismo no es solamente Zola, ni las discusiones , entusiasmos y odios que su obra desencadenó en España, sino Auguste Comte y sobre todo Claude Bernard, además del positivismo científico, el culto al dato clínicamente recogido y descrito, y en su medida la explotación artística de un deterninismo que se convierte en la razón última del novelista.

En cuanto al Naturalismo español G. Bleiberg y Julián Marías dicen que en todo caso se trata de formas derivadas y atenuadas que eluden o mitigan la irreligiosidad y el determinismo caracterizado propio de los naturalistas franceses. El naturalismo es una nueva visión del universo, pero más desencantada, no es más que un intento de equilibrar un quehacer artístico y una nueva realidad. Tanto naturalistas como realistas sintieron dentro de sí una quiebra, un desencanto, y buscaron en el determinismo una nueva vía.


"... el talento nace con el individuo, pero el genio lo crea una circunstancia".

(G. Marañón 1951)

2.1. El determinismo de "Clarín"

Durante la época realista-naturalista imperaban las novelas y cuentos en que las
circunstancias políticas, religiosas, etc., se reflejaban en ellas. Era notable la preferencia por parte de los escritores ante la aparición de personajes clericales, interpretados y presentados, claro es, según las respectivas tendencias ideológicas de los novelistas.


Recuérdense las figuras de sacerdotes que aparecen en: "El escándalo", "Los pazos
de Ulloa", "La Regenta", "Tormento", etc. Decía "Clarín" estudiando "La familia de León Roen": "Lo que se ha dado en llamar en problema religioso, no sólo tiene
importancia imponderable como tal problema religioso, sino que es digno de atención especial por las relaciones que mantiene con todo lo que en la vida nos interesa; por esta razón, aún los espíritus menos inclinados a meditar los misterios de ultratumba se preocupan con la materia religiosa, que, nadie pueda estorbarlo, influye en todo, y al más despreocupado "spirit fort" puede hacerle víctima de su poder tiránico".


Aunque manifestara repetidas veces que no hubo escritores verdaderamente naturalistas, admiró desde siempre a Zola y su escuela. Afirma Torrente Ballester que no se quedó "Clarín" en la mera admiración sobre Zola, sino que vio en él limitaciones y exclusivismos y nunca creyó que el Naturalismo fuera el único modo de novelar:


"El Naturalismo fue (...) una forma legímita a la que había que hacer sitio en el arte; pero no era única y acertada en sus exclusivismos, así técnicos como filosóficos...".

El nuevo estilo propuesto por "Clarín" estaba formado por nuevos contenidos
espirituales:


— Un ser más novelesco, más rico en idealidad Y poesía.
— Más psicológico, concediendo mayor atención a los procesos que a los movimientos de la carne.
— Deseaba que un alma, no como proceso sino como entidad espiritual y
moral, se constituyese en sujeto de la novela.


En una de su intervenciones en torno al Naturalismo en el Ateneo madrileño en
Enero de 1882, compara el determinismo con el movimiento de un río:


"...éste tiende a buscar el centro de la tierra, pero su dirección resulta de la oposición entre la atracción que lo mueve —libre albedrío- y los obstáculos que se oponen a ella —factores determinantes— ." 


Ese mismo año escribe en "La Diana" un artículo titulado "Del Naturalismo" y
dice así:


"La vida se compone de influencias físicas y morales combinadas ya por tan compleja manera que no pasa de ser abstracción fácil, pero falsa, el dividir el mundo en dos, diciendo: De un lado están las influencias naturales; del otro la acción propia, personal del carácter en el individuo. No es así la realidad, ni debe ser así la novela. A más del elemento natural y sus fuerzas, a más del carácter en el individuo, existe la resultante del mundo social, que también es un ambiente que influye y que se ve influido a todas horas (...) Precisamente, este elemento general, no físico y social, es el que predomina en la vida que copia la novela".


Se nos muestra en esta cita un "Clarín" que defiende la primordial importancia
del determinismo ambiental frente a los demás. Esto lo convertirá en realidad dos
años más tarde en "La Regenta".

2.2. El determinismo en "La Regenta"

El lugar en donde transcurre la acción de esta novela es Vestuta, una importante
ciudad de provincias donde palpitan toda clase de gentes y credos barnizados por
una monotonía y una pose especial ante los demás.


"La Regenta" tiene tres personajes de primer orden, sin sobresalir uno más que
otro: Ana Ozores, Vestuta y Fermín. Además, alrededor de estos personajes se mueven otros de segundo orden como son: Don Alvaro Mesía, Don Víctor Quintanar, Doña Paula, Pompeyo Guimarán y "Frígilis"; y como telón de fondo aparecen una serie de personajes que forman el "coro de la tragedia".

Ana Ozores, tras una niñez poco afortunada y unos posteriores arrebatos místicos,
se planteó la decisión de elegir entre los hábitos o el casorio. 


Fermín de Pas —producto de su madre— varía su comportamiento al encontrar en Ana el renacer de sus sentimientos, pero ella no le corresponde. 


Alvaro Mesía se siente tentado ante el bocado más preciado y difícil de Vetusta, y no para hasta conseguirlo. 


Don Víctor Quintanar, principal causante de la frustración de su mujer y de la gran tragedia consecuente. 


Pero sería mejor que hablásemos de cada uno de ellos más detenidamente, incidiendo en el tipo de determinismo que encontramos.


2.3. Vetusta.

Es notorio que la ironía del autor se muestre a cada instante, nada más comenzar la obra leemos: "La heroica ciudad dormía la siesta" y digo ironía porque a través de su extenso contenido nos va relatando y haciéndonos ver que lo único heroico en la ciudad son los encajes arquitectónicos de la catedral. Ninguno de los personajes —a excepción del tenorio Mesía— es independiente del medio en el que vive, y el  autor sabe recoger y calibrar muy bien las delaciones que median y a veces determinan a los personajes.


Diez Echarri dice que el personaje central es Vetusta, que influye en todos los actos de los habitantes: "Vetusta pesa sobre algunos personajes como una losa de plomo; pero aún aquí el ambiente es ayudado por otras circunstancias".


Pero lo que más nos interesa es la opinión del propio autor recogida de la novela:

"... algo de rutina que interrumpía la monotonía eterna de la ciudad triste". 

"... esta tierra maldita del agua y de la niebla". 

"Vivir en Vetusta la vida ordinaria de los demás era como encerrarse en un cuarto estrecho con un brasero. Era el suicidio por asfixia". 

"En Vetusta lo mejor es el arbolado". 


Existen en este marco abrumador, donde cualquiera es blanco de su influencia
tiránica, una serie de influencias entre los principales personajes que hacen que el
comportamiento de estos sea amañado, afectado y cargado de poses hipócritas ante los demás. Así es el comportamiento de Ana en todos los sitios menos en casa, el de Fermín de visita, el de la marquesa cuando tiene invitados, el de Glocester delante del Magistral, y una lista amplia de personajes y situaciones.


2.4. Ana Ozores

Comencemos hablando de Ana, recogiendo palabras de don Benito Pérez Galdós:


"De alto linaje, hermosa, de éstas que llamamos distinguidas, nerviosilla, soñadora, con aspiraciones a un vago ideal afectivo, que no ha realizado en los años críticos". 


Ante una persona así, tan vulnerable a las influencias del exterior, la ciudad  aprovecha para aguijonearle al no entrar aún en el engranaje de la gran Vetusta hipócrita. Extraemos de "La Regenta" al respecto:


"Las señoritas de Ozores y la nobleza de Vetusta, suspendieron el juicio que iba a merecerles la hija de don Carlos y de la modista italiana para reunir datos suficientes". 


Vemos que el futuro de Ana está en manos extrañas, es tratada como un objeto al que se le utiliza y cuida según la ocasión:


"En efecto, la nobleza iba en romería a ver el prodigio, a ver engordar a la niña (...) la habían alimentado bien, había recobrado el tipo de la raza. Se votó por unanimidad que era hermosísima".


Desde el mismo momento en que Ana comenzó a vivir a expensas de sus tías, fue tratada como un experimento, como una inversión. Querían borrar su pasado,
el de ser la hija de una "plebeya", de una mujer de clase baja, y eso para Vetusta era imperdonable, pero "su belleza salvó a la huérfana", por lo que ella "se sintió esclava de los demás".


Ana no podía abandonar a sus tías aunque quisiera, estaba endeudada y por lo tanto supeditada a ellas, no podía depender de ella misma en:


"aquella miserable vida que la ahogaba, entre las necedades y pequeneces que la rodeaban".


En su interior, Ana pensaba en abandonar los muros de Vetusta:


"Quería emanciparse y sentirse libre; pero ¿de qué manera?, no podía ganarse la vida trabajando —antes la hubieran asesinado los Ozores—. No había manera decorosa de salir de allí a no ser el matrimonio o el convento".


Esta decisión llegó al poco tiempo terciada por el hasta el momento confesor
de Ana, don Cayetano Ripamilán:


"— ¡Ta, ta, ta, ta!— dijo en voz alta, sin pensar que estaba en la iglesia. Hija mía, las esposas de Jesús no se hacen de tu maderita. Haz feliz a un cristiano que bien puedes, y déjate de vocaciones improvisadas".


Sigue siendo tratada como un objeto y se siente hundida:


"Se había convencido de que estaba condenada a vivir entre necios; creía en la fuerza superior de la estupidez general, ella tenía razón contra todos, pero estaba debajo, era la vencida".


Evidentemente era diferente a todos, sus aspiraciones —impensables ante Vetusta— eran las de huir de allí, la de recobrar la libertad, escribir poesías, etc., pero de
nuevo el muro gris se le echa encima, la aristocracia vetustense no permite que nadie salga de su redil con ideas tan extrañas como:


"Cuando doña Anuncia topó en la mesilla de noche de Ana con un cuaderno de versos, un tintero y una pluma, manifestó igual asombro que si hubiera encontrado un revólver, una baraja o una botella de aguardiente. Aquello era una cosa  hombruna, un vicio de hombres vulgares, plebeyos (...) ¡Una Ozores literata!".


"Pero más vale que no los escriba, no he conocido ninguna literata que sea mujer de bien".


"Las mujeres deben ocuparse en más dulces tareas; las musas no escriben,
inspiran".


Naturalmente Ana dejó la pluma. Pero con el tiempo, fue tomando cuerpo otro
problema trascendental para su vida futura, se pensaba ya en su casamiento. Algo
había en su interior que hacía rechazar a todos los seductores desde que Álvaro se
marchó a Madrid:


"El pesimismo le había hecho repetir muchos días seguidos: Se ha ido el menos tonto".


Las tías presionaban por su parte, le habían buscado un marido tosco pero con
dinero, ya que éste borra todas las imperfecciones de la clase inferior. Después de
variadas propuestas influyentes, Ana elige en contra de la voluntad de sus tías y se
casa con un forastero aragonés que le dobla la edad y que será el causante de su desgraciada vida en lo sucesivo, ya que no encuentra en él lo que buscaba en un hombre. Su trato con Ana es paternal y falto de comprensión:


"Y hacía tres años que ella vivía entre aquel par de sonámbulos, sin más relaciones íntimas".


Lo cierto es que don Víctor evadía todo tipo de relación amorosa con su esposa,
don Víctor era: 

"Todo menos un marido".
"Su don Víctor, ¡aquel idiota! Sí, idiota".


Es Galdós quien a petición de "Clarín" escribe el prólogo a esta obra, en donde
afirma la tendenciosidad en "La Regenta":


"Ana tiene horror al vacío, y este vacío que siente crecer en su alma la lleva a un estado espiritual de inmenso peligro, manifestándose en ella una lucha tenebrosa con los obstáculos que le ofrecen los hechos sociales, consumados ya, abrumadores como una ley fatal".


Engañada por la idealidad mística que no acierta a encerrar en sus verdaderos términos, Ana es víctima al fin de su propia imaginación, de su sensibilidad no contenida, viéndose envuelta en una amarga catástrofe. Vemos en Ana la personificación de los desvarios a los que conduce el aburrimiento de la vida en un medio hostil, el cual la deja entregada a la ensoñación pietista. Es una verdadera protagonista frustrada, su admiración por el Magistral no llega al amor, sin  embargo su enamoramiento por don Alvaro no es exactamente una pasión sino una búsqueda de consuelo.


Por ello, se siente movida por un continuo juego de ilusión y desilusión, y lanzada
en busca de algo superior que llene su vida, por eso su desasosiego se concreta en un vago deseo de huida de ese mundo positivista y a la vez dominado por moribundas tradiciones:


"Su única posibilidad era ahondar en sí misma y soñar".
"Ana choca con su imaginación soñadora, con el grueso muro del aburrimiento,
de la rutina, del tedio provinciano. Dándose cuenta progresiva de su frustración emocional y física, oscila entre su confesor y don Álvaro".


Desde su infancia, Ana veía en la Virgen la figura de una madre, pero no de una
madre cualquiera, sino de la madre de Dios. Ese amor a Dios ya la figura de la madre, fundidos en uno, es lo que hace que Ana sufra sus intermitentes arrebatos místicos.


En un principio tan sólo cuenta en su vida su marido, es el único camino decente
para conseguir una de sus mayores ambiciones:


"Un hijo, un hijo hubiera puesto fin a tanta angustia, en todas aquellas luchas de su espíritu ocioso, que buscaba fuera del centro natural de la vida, fuera del hogar, pábulo para el afán de amor, objeto para la sed del sacrificio...".


Pero nada más lejos de la intención de su marido que el tener hijos —quizá por
miedo al fracaso, como en sus anteriores seudorromances—. Además de no contribuir a la felicidad de Ana, don Víctor es como un muro de incompresión ante su esposa: "Don Víctor era un respetable estorbo". Ana Ozores disponía de tres
vías de salvación en Víctor, Alvaro y Fermín, de ahí que debido a su frustración
con su marido le queden a Ana tan sólo dos salidas; pero el gran problema de ella
es no saber discernir entre los clerical y lo laico.


"Ana sucumbe en el último término por "falta de densidad moral", porque no tiene valores éticos claramente definidos y, al faltarle estos, queda a merced de una religiosidad trivial por un lado, y por otro, en conflicto con un degradado sueño romántico por amor-pasión. De este modo ella cae alternativamente bajo la influencia de Fermín y de Alvaro (...) Los tres personajes evolucionan en una espiral descendente de degradación".


Hay algo en Ana que despierta simpatía y compasión, pero nunca perversión ni
frivolidad, ella es la víctima inerme de un medio sin amor en el que debido a su temperamento apasionado y sensual, vive obsesionada por la figura de don Alvaro, al que contrarresta con prácticas de piedad. Pero hay un momento en el que —debido a estas dos fuerzas— uno de los dos contendientes da una paso en falso al no soportar más su pasión, horrorizada Ana al descubrir que Fermín estaba enamorado de ella, lo repele y huye atraída por el punto opuesto:


" ¡Aquel señor canónigo enamorado de ella! Sí, enamorado como un hombre, no con un amor místico, ideal, seráfico que ella se había figurado".
"A don Fermín le quiero con el alma, a pesar de su amor, que acaso él no puede vencer, como yo no puedo vencer la influencia de Mesía sobre mis sentidos".


La caída de Ana es propiciada por su propio don Víctor, quien además hace a
don Álvaro su más fiel amigo, el cual llevaba mucho tiempo realizando una lenta labor para vencer la castidad de la mujer más hermosa de Vetusta. Hasta que se casa, el medio en el que vive Ana influye y después determina a nuestra protagonista. 


Tras una esporádica actitud de rebeldía ante la familia, se casa con quien no le imponen, don Víctor, más adelante, un conjunto de influencias fisiológicas y psicoló-
gicas, hacen que Ana caiga irremediablemente en el adulterio, en un principio impedido y más adelante propiciado y acelerado por su don Fermín.


El determinismo psicológico está compuesto en Ana por las siguientes influencias:
Ideal de ser madre, incomprensión de su marido, falta de apoyo moral y religioso
de don Fermín, etc., siendo éste último la gota que rebosó el vaso.


No se da en Ana el determinismo hereditario, ya que en ningún momento varían
sus voliciones en forma descontrolada por tales influencias. Simplemente Vetusta
se limita a mostrar su agrio descontento recordando la figura de su madre cuando
Ana Ozores hace algo reprochable según el juicio de la distinguida comunidad.
Cuando descubren que Ana escribía, rápidamente las tías y más tarde la aristocracia arremeten contra lo único que pueden reprochar a Ana, la reputación y ascendencia de su madre, que siendo de condición humilde y al ser extranjera, vieron en ella una dudosa proximidad con las bailarinas italianas:


"— ¡Es necesario aislarla!... Nada, nada de trato con la hija de la bailarina italiana".
" ¡Como su madre! —decía a las personas de confianza— ¡si ya lo decía yo! El instinto..., la sangre... No basta la educación contra la naturaleza".


Esta influencia no es más que el único instrumento que Vetusta puede usar en
contra de una inmaculada Ana, que tras caer en el "placer prohibido", tras la tragedia de la muerte de don Víctor a manos de su rival don Alvaro Mesía y tras una
prolongada incomunicación con el exterior, busca en Fermín la única salvación posible, la caridad de acogerla en el seno espiritual, recuperar la amistad perdida, pero el resultado es funesto:


"La última escena, la de que Ana va al confesionario y Fermín la abandona,
equivale a la muerte, al aniquilamiento espiritual de la protagonista".



2.5. Fermín de Pas

Siguiendo a Galdós, don Fermín tiene una:


"personalidad grande y compleja, tan humana por el lado de sus méritos físicos, como por el lado de sus flaquezas morales (...) don Fermín es fuerte (...) Si no fuera un abuso el descubrir y revelar simbolismos en toda la obra de arte, diría que Fermín de Pas es más que un clérigo, es el estado eclesiástico con sus grandezas y desfallecimientos, el oro de la espiritualidad inmaculada cayendo entre el barro de nuestro origen (...) Tremenda lucha del coloso por la posición social, elegida erradamente en el terreno levítico,(...) con él hace pareja la vigorosa figura de su madre, modelada en arcilla grosera, con formas impresas a puñetazos".


Don Fermín es doble víctima de su falta de vocación para el sacerdocio y de
las limitaciones que le impone la sotana; dirige la fuerza de su personalidad a conseguir la sumisión total de Ana exacerbando en ella falsos misticismos para mantenerla cerca de él y a la vez alejada de don Alvaro. Vemos en Fermín tres aspectos importantes en su personalidad: 


1) Falta de vocación.
2) Limitaciones como hombre.
3) Influencia sobre Ana a su favor.


1) Esta falta de vocación es evidente en toda la obra, las tentaciones contra la
fe, la esperanza y la caridad, la crisis de conciencia, etc., hacen que actúe desde el
sacerdocio, pero no en el sacerdocio. Se sirve de su posición —la que escogió para
él su madre- para conseguir sus deseos de ambición, por lo que sustituye la falta
de vocación por el vicio del poder:


"... yo soy de miel a los que vienen a morder el cebo y de hiél a los que han mordido (...) yo soy un ambicioso (...)".


2) Don Fermín, que como hombre podría aplastar a su antagonista en todos los
terrenos, se ve prisionero de un estado, estaba obligado a actuar contra su rival de
una forma indirecta, cada vez más exasperada, que irá sellando su fracaso absoluto
no ya como sacerdote, sino como amigo, como enamorado, como persona. Su conflicto no nace de la traición a sus votos sagrados, sino de la fusión que supone la sotana:


"La sotana, azotada por las piernas vigorosas, decía: ras, ras, ras; como una cadena estridente que no ha de romperse'".
"Pero aquella cadena le quemaba el cuerpo".
"... él, atado por los pies con un trapo imnominioso, como un presidiario".
Al quitarse la sotana exclama: " ¡Aquello era un hombre!".


Podría decirse tras estos ejemplos que el Magistral está determinado ambientalmente, debido principalmente a su sonata y a su madre, doña Paula. Encontramos en don Fermín dos personalidades bien distintas, como un desdoblamiento, una la del Fermín codicioso, avaro y vil que desea tener a todos en un puño y ascender en su ansia de poder. Otra, la del Fermín comprensivo, educado y prudente, tal vez para conseguir sus propósitos vitales, pero a fin de cuentas humano. Pero ¿no es más cierto que el de Pas verdadero es un ser absolutamente despreciable, ambicioso, dominado desde su infancia por su enérgica madre, y que en una época de su vida, a los treinta y cinco años, se le descongela un poco el corazón al sentir tan cerca un alma tan pura y distinta a la suya, en Ana Ozores? ¿No siente envidia y vergüenza en ello?, ¿No sucede que ante la atracción de conseguir un bocado espiritual apetitoso y a la presencia hostil de don Alvaro, de Pas confunda o trastoque su rol de sacerdote con el de un hombre común sin ataduras de sotana y sienta por ella un amor natural, pero que Ana no comprende? Ella sólo comprende que encontró en él "al fin" a su "madre espiritual".

3) Fermín se apoya en Ana para su éxito mundano ante la sociedad, la utiliza como
símbolo de su grandeza y poder, era su mayor victoria ante Vetusta. Hasta que
don Alvaro entra en juego, entonces don Fermín celoso de don Alvaro, ejerce una
influencia demoledora en Ana:


"Desde aquel día el Magistral influyó cuanto pudo en aquel espíritu que dominaba por entonces, para arrancarle de la contemplación..." dándole buen resultado la porfía entre las fuerzas más representativas de Vetusta, Fermín casi obliga materialmente a Ana a mostrar su sumisión públicamente: "Lo que sabía a ciencia cierta es que en don Fermín estaba la salvación, la promesa de una vida virtuosa sin aburrimiento...".
Ante esta postura, su rival se manifiesta de la siguiente manera: "... y había obstáculos, ¡y de qué género!, ¡Un cura! Un cura guapo, había que confesarlo".


Don Álvaro también presiona por su parte, viendo que el Magistral le comía el
terreno, por lo que sufre la tortura y la indecisión ante la influencia del espíritu y
de los sentidos. Pero en el momento en que uno de los dos da un paso en falso, Ana aprovecha para inclinar la balanza hacía el lado opuesto.


El gran error de Fermo es el declararse, el de abrir su corazón sin saber que ella
no comprendería que un cura, y menos él, se manifestase en ese terreno. Fermín
además de estar determinado ambientalmente lo está psicológicamente. En la obra
se nos muestran abundantes citas en las que se nos presenta a un Fermín supeditado a la enérgica y anafrodita voluntad de su madre, Fermín es una marioneta suya:
"Fermín, que era el instrumento de que ella, doña Paula, se servía para estrujar el Obispado...".
"... y pensaba además que su madre al meterle por la cabeza una sotana,
le había hecho tan desgraciado, tan miserable, que él era en el mundo lo único digno de lástima".


Como resumen diré que al igual que Ana, nos encontramos ante dos tipos de
determinismo; el primero ambiental, con influencias por parte de su madre, del medio y de la sotana. Y el segundo psicológico, con influencias como son su ansia de poder:
"... yo soy un hombre que ha aprendido a decir cuatro palabras de consuelo a los pecadores débiles, y cuatro palabras de terror a los pobres de espíritu fanatizados (...) yo vendo la Gracia, yo comercio como un judío con la religión". 


y la esperanza de su salvación puesta en Ana: Refiriéndose a Ana: "Sí, sí era aquello algo nuevo para su espíritu, cansado de vivir nada más para la ambición propia y por la codicia ajena, la de su madre". 


No se da en Fermín el determinismo fisiológico, pienso que no busca en Ana su
cuerpo ni el amor carnal, aunque encontremos algunas citas con tintes eróticos, el
Magistral se mueve por otras motivaciones ya expuestas.

2.6. Don Álvaro Mesía

La apuesta de vencer a la inexpugnable Ana Ozores, delante de los ojos de Vetusta, era el reto más importante de su vida, el reto de un semigastado donjuán de provincias:


"Un hombre hermoso, como él lo era sin duda, con tales ideas tenía que ser irresistible (...) Para lo que servía aquel supersticioso respeto que inspiraba a Vetusta la virtud de la Regenta era, bien lo conocía él, para aguijonearle el deseo, para hacerle empeñarse más y más".


Don Álvaro se sale del contexto de Vetusta, no está inmerso en la espiral descendente
de degradación como los demás, se limita a cumplir su papel, era su oficio.

2.7. Don Víctor Quintanar

Igualmente que Don Álvaro, tiene un papel fijo. Se limita a ser nada más y nada menos que el causante de la frustración de Ana, Víctor no la comprende, tan sólo comprende las obras de Calderón espada en ristre. 

Es también demasiado viejo para Ana —él tiene cincuenta y nueve, mientras que Ana tiene veintisiete—. Como resolución, don Víctor se evade de su carga, una carga que necesita mucha responsabilidad y lozanía que la que él puede asumir; para ello se sirve de "Frígilis", que es el punto de unión entre las antedichas responsabilidades y evasiones.

El resto de los personajes no son más que el telón de fondo de la tragedia. Actúan
para darnos multitud de precisas pinceladas para entender perfectamente a Vetusta,
el lodo, el pozo negro y sus moradores.

3. Caracteres de Ana Ozores, Álvaro Masia y Fermín de Pas.

Caracteres de Ana Ozores, Álvaro Masia y Fermín de Pas.

Aquí tenéis un documento en pdf con todos los personajes de la novela.

4. Principales espacios (el espolón, el casino, la iglesia, el domicilio de Ana Ozores,... ) y su simbolismo.

Acudiremos en este apartado al concepto acuñado por Mijaíl Bajtín en su obra Teoría y estética de la novela: el cronotopo, que significa suma del tiempo (cronos) y del espacio (topos). Es decir, tiempo y espacio se convierten en un personaje más de la novela.


En este punto nos centraremos en la importancia de los espacios.

Clarín establece una relación simbólica entre los espacios y aquellos que los habitan. Esto se aplica tanto a los espacios exteriores como a los interiores:

El salón de doña Petronila: extensión de su personalidad y sus valores

La habitación de Ana: metáfora de su alma. Allí están ausentes los hijos y el amor del marido, allí transcurren buena parte de sus pensamientos.

El palacio de los Vegallana: escenario de las diversiones y ocios de la nobleza, abierto a todos.

Fermín de Pas tiene como espacio la catedral, desde donde domina Vetusta a vista de pájaro y elige sus víctimas. Sin embargo, en su casa manda su madre, Paula y, en menor medida, Petra, la criada que sucede a Teresina.

Álvaro Mesía vive en una fonda: falta de responsabilidades, de raíces y de compromisos; pero tiene su espacio propio en el Casino: juega con la gente igual que juega a las cartas o los dados. Y en el teatro, donde va a ser visto y no a ver.



5. Conflicto entre el poder de la iglesia y el secular.

De: Ética, religión y sentido de lo humano en «La Regenta», Yvan Lissorgues


En las numerosas páginas que, en La Regenta, están dedicadas a la descripción de la vida religiosa, el narrador habla por cuenta propia. Entonces, Alas es el observador que describe las costumbres religiosas de su ciudad, como lo hace de una manera más abstracta (menos literaria) en sus artículos anteriores a 1884 y también, hay que insistir, en los posteriores. La crítica de la Iglesia y de las costumbres religiosas es constante y sin concesión desde 1875 hasta 1901. La fuerte sátira que es La Regenta tanto de la institución clerical como de la mentalidad de los clérigos y de sus feligreses no puede sorprender. Lo que sí es de interés es, por una parte, la completa «sociología religiosa» que nos ofrece la novela y, por otra, la pintura viva y humana que de ella nos presenta.


El narrador asiste como testigo presencial a todas las ceremonias, ve todo lo que pasa, intenta captar lo que la gente piensa y siente y hasta se introduce dentro de algunos personajes (Ana, Fermín) para escuchar su voz interior y calar en su conciencia. De ahí, la impresión de vida real. Pero el observador no es neutral. También aquí y con más fuerza que en otros aspectos, el «segundo narrador», es decir el satírico, el moralista, el que desearía que las cosas fuesen diferentes de lo que son, está siempre presente y no puede quedar impasible, ni mucho menos.


En Vetusta la religión está en todas partes, pero no para alzar el nivel espiritual de los vecinos, sino porque sí, por estar ahí. Los hombres de Iglesia comparten la vida de todos como pudieran hacerlo cualesquiera funcionarios de una institución venerable. Se pasean por el Espolón, codeándose con señoras y señoritas, asisten a todas las reuniones de la buena sociedad. El bueno de Ripamilán no se pierde una invitación de la casa de Vegallana y a menudo le acompaña el envidioso Glocester. Allí, son unos tertulios más que charlan, se divierten como todos y asisten sin ninguna mala conciencia a frivolidades y expansiones a veces de dudosa moralidad. Los ministros de la Iglesia aparecen todos (salvo el obispo) como funcionarios que cumplen con su deber. Van al coro para dormir la siesta a la hora señalada, presiden asociaciones de buenas obras, entierran, bautizan, casan, por turno, y siempre por máquina. En cuanto al confesonario, el reparto de las penitentes da lugar a envidias, rencillas y murmuraciones, y las confesiones son para algunos un medio para introducirse en las familias pudientes y satisfacer así las ambiciones propias. La conquista de la Encimada la ha realizado el Magistral merced al confesonario, de la misma manera que el abate Faujas consiguió dominar a Plassans para hacer volver la ciudad al redil bonapartista. Lo que sugieren con fuerza «Clarín» y Zola, es que es una estafa espiritual el que ciertos clérigos utilicen la confesión con fines propios, fines políticos y también a veces fines más o menos lujuriosos.


La Iglesia tiene su jerarquía, pero lo que vale para subir no es el mérito espiritual, sino las dotes políticas para imponerse y administrar. El nombramiento de don Fortunato a la cabeza del obispado fue tan sólo una necesidad política, o sea, un accidente. Desde luego, lo que llena la vida de los «santos varones», son la ambición, la envidia, las murmuraciones, las intrigas... Entre ellos, nunca es cuestión de fervor religioso. La Iglesia de Vetusta es realmente la imagen viva de la idea que «Clarín» expresará en 1899, pero que hubiera podido formular en 1875 o en 1885: esta Iglesia «es la cáscara vacía de una gran institución histórica», de la que se han apoderado «estos míseros positivistas prácticos y vulgares».


Además, el autor nos explica varias veces en la novela que la educación que reciben en el seminario los «aprendices de cura» no se encamina a fortalecer la fe sino, por lo contrario, a desviarla. Para el mismo Magistral, «la fe pura» de la adolescencia se convirtió en el Seminario «en pasión de escuela» que -comenta Alas- «suple muchas veces el entusiasmo de la verdadera fe» (I-450). Don Fermín vino a ser, sin fe auténtica, bueno sobre todo para la defensa de la institución, no del alma de ésta (I-451). Los seminaristas que desfilan en la procesión del Viernes Santo son «máquinas de hacer religión, reclutas de una leva forzosa del hambre y de la holgazanería» (II-365). No sólo el Seminario tuerce las conciencias; igual resultado da la «educación» religiosa. Cuando una niña de la Santa Obra del Catecismo recita con fuego una filípica contra los materialistas modernos, comenta el narrador: «era la obediencia de la mujer, hablando; el símbolo del fanatismo sentimental, la iniciación del eterno femenino en la eterna idolatría» (II-202).


¿Qué puede ser entonces la vida religiosa de los vetustenses? Pues se reduce a la observancia del rito, escrupulosamente, eso sí, pero de manera puramente exterior, rutinaria, inconsciente. Esa Iglesia totalmente huera de espiritualidad no puede suscitar sentimientos verdaderamente religiosos. Cuando vienen de refuerzo los jesuitas para la predicación de la Cuaresma, pasan allí -dice el narrador- «como una granizada», y siembran «semilla de piedad postiza y rumbosa» con «la retórica averiada de su oratoria de un barroquismo mustio y sobado» (II-329). ¿Qué mucho que, entonces, todas las pasiones, ruindades y mezquindades se congreguen en el templo cuando viene el caso? Así se explican los «espectáculos» a que dan lugar las solemnes ceremonias del culto: la Misa del gallo, la romería a San Pedro, la predicación de los jesuitas, la procesión del Viernes Santo, etc., etc.


Siempre es la misma falta de emoción religiosa en el público.


En la Misa de Nochebuena, nadie piensa en el misterio de la Natividad, a no ser Ana, de vez en cuando y de modo algo ambiguo. Durante la tremenda procesión del Viernes Santo, «ni un solo vetustense allí presente pensaba en Dios» (II-363); «los seminaristas iban a enterrar a Cristo, como a cualquier cristiano, sin pensar en El; a cumplir con el oficio» (II-365). En la misa de la Cuaresma, los fieles cantaban como «coro-monstruo bien ensayado» (II-334).


En cambio, «el populacho religioso» (II-369) se entregaba a ideas pecaminosas facilitadas por el contacto de los cuerpos. Para muchos, como para Obdulia, la religión era esto, «apretarse, estrujarse sin distinción de clases ni sexos» (II-278). Durante la Misa del gallo, durante las ceremonias de la Cuaresma, durante la procesión del Viernes Santo, los jóvenes, carlistas y liberales -precisa el narrador-, «se timaban [...] con las niñas» (II-333). Para Obdulia timarse en la Iglesia era más agradable que en otra parte (II-278). No faltaban borrachos: «y se vigilaba para evitar abusos de mayor cuantía» (II-277). Al mismo Magistral, la procesión de la ronda le parece ridícula, y Ripamilán sonríe cuando el organista convierte el templo «en un baile de candil... en una orgía» (II-275 y 279). Nadie se da cuenta nunca de que esto es una profanación. El único personaje que se ofusca de la inmoralidad de «esos malos cristianos» aquí acumulados es el buen don Pompeyo, el único ateo de Vetusta; lo cual, para Alas, es un verdadero sarcasmo.


En tales condiciones el público católico de Vetusta es un desierto para la oratoria verdaderamente sagrada, para la poesía religiosa del obispo. Nadie puede comprender la elocuencia «del apóstol», ni sentir el amor místico que sube «de su corazón a su cerebro» y convierte «el púlpito en un pebetero de poesía religiosa» (I-443). Nadie, «a no ser algún niño de imaginación fuerte y fresca» (I-449), que hubiera podido ser el joven Leopoldo15. Pero cuando el Magistral suelta un sermón bien construido, pero elaborado a duras penas al calor de una fe fingida (I-396), «la vanidad del predicador comunicaba luego con la de los oyentes /.../; nacía el entusiasmo cordial, magnético de dos vanidades conformes» (I-451).


Lo que denuncia Alas en esas descripciones de las prácticas religiosas de los vetustenses es la falta total, no sólo de sentimiento religioso, sino también de conciencia moral. Todo se ha vuelto profano, todo está profanado. La hidra de la lujuria se ha introducido en el templo del Señor, de la misma manera que el vacío espiritual de la Iglesia ha invadido toda la ciudad. Los vetustenses, como los vecinos de la ciudad de Bonifacio Reyes, se dicen católicos y «viven como ateos perfectos»16. Esta posición fuertemente crítica «Clarín» la mantiene durante toda su vida y no es sólo, desde luego, la del joven «militante democrático» de los años 1875-1881.


En las novelas de Zola, encontramos una crítica parecida, en el fondo, de la Iglesia, pero el tono de relativa objetividad que emplea siempre el novelista de Medan induciría a pensar que tal estado de cosas no le causa honda impresión. No así en «Clarín». La acritud del tono, los sarcasmos, las comparaciones, los adjetivos despreciativos, los comentarios fuertes indican que el autor de La Regenta no se siente desligado de una realidad que le amarga y le indigna... y tal vez que le duele.


*  *  *


Tal vez. Porque si el narrador nos muestra claramente lo que censura, no nos dice directamente lo que hubiera de ser la verdadera religión. Sin embargo, su concepción, o por lo menos algunas de sus ideas religiosas, se encuentran diluidas en la conciencia de ciertos personajes y particularmente de Ana. Pero hay que andar con cuidado, porque cada personaje es complejo y tiene su coherencia humana y artística que le es privativa. Alas tiene tal sentido de lo real y tal sentido de lo humano, que no se puede pensar ni un momento que hubiera elegido a un personaje como portavoz de su propio sentir y de sus propias ideas. La Regenta no es una novela de tesis, y si encierra una enseñanza será -como lo deseaba el autor- la «de la realidad misma que también la encierra». Pero, lo hemos dicho ya, «Clarín» expresó sus ideas sobre la Iglesia y su pensamiento religioso en numerosos artículos. El conocimiento de esas ideas nos puede ayudar a detectar y a comprender algunas de sus concepciones, aun cuando las encontramos en un personaje que tiene su «autonomía artística».


Primero, es indudable que la posición de Ana frente a la religión de los vetustenses coincide con la que expresa el narrador por cuenta propia. En las páginas que cuentan en indirecto libre la triste meditación de Ana el día de todos los Santos, encontramos repulsión ante las costumbres religiosas tradicionales, respetadas sin conciencia, ante el carácter mecánico de los ritos, ante la «hipocresía de los vivos» y las «preocupaciones absurdas» de los vetustenses (II-14). En otro lugar, Ana se rebela contra la rutina religiosa: «recitar de memoria las plegarias era un ejercicio inútil» (II-93). Cuando medita cerca de la fuente de Mari-Pepa y se rememora la conversación que acaba de mantener con el Magistral, descubre que la religión verdadera es muy otra cosa que la rutinaria, que la virtud es «el equilibrio estable del alma», que muchas cosas, las artes, la contemplación de la naturaleza, etc., pueden «elevar el alma» (I-341-345). Pero es de notar que, en este caso, Ana da valor de autenticidad a las palabras, hábiles para entusiasmar a un alma pura, pero no del todo sinceras, del Magistral.


Ahora bien, el afán de Ana por encontrar la verdadera religión y su rechazo de la conformista observancia de reglas y dogmas exteriores se parecen mucho a la búsqueda de «Clarín». Lo que dice Alas en sus artículos, lo encontramos aquí envuelto en el calor de un sentir, que bien puede ser el del autor atribuido a su personaje.


Cuando Ana, en su doloroso camino espiritual, después de sus extravíos místicos, después de sus caídas, llega a «dudar de la Iglesia, de muchos dogmas» (II-330), cuando «dudas tremendas» (II-331) asaltan su espíritu pero sin borrar la aspiración a un absoluto divino, se aproxima a la autenticidad religiosa del autor. Este confesaba, en 1878, a su amigo Tomás Tuero que en materia religiosa había renegado de «muchos nombres impuestos malamente a las cosas», pero «no de esas cosas mismas», y concluía: «nuestra religiosidad es real». Añadía: «De mí te puedo decir que mientras creía en Dios, porque sí, porque algo inefable me giraba en el corazón, fui religioso sincero... pero intermitente [...]. Ahora, nunca se me ocurre, por muy nervioso que esté, dudar de Dios»18. Ana, antes de conquistar la verdadera religión, que, para ella, es la religiosa aceptación del dolor (como veremos), es también víctima de los nervios, de la imaginación, del temperamento. Pero un día vislumbra el camino de la verdadera virtud: la «virtud por sí sola, sin ayuda de los dogmas» (II-332). Entonces, recuerda las palabras de su padre, el libre pensador don Carlos: «La verdadera religión es un homenaje interior del hombre a Dios, a un Dios que no podemos imaginar como es y que no es como dicen las religiones positivas, sino mucho mejor, mucho más grande» (II-331). Pues ésta es la religión de «Clarín» desde 1878, desde que, en las clases de Giner y de Salmerón, aprendió a «ser religioso»19. En un artículo de 1892, escribe: «El espíritu religioso es una tendencia ante todo, un punto de vista, casi pudiera decirse una digna postura, la postración ante el misterio sagrado y poético; no es, como creen muchos, ante todo una solución concreta, cerrada, exclusiva». Es lo que hace decir a don Carlos, en 1885.


Hablábamos arriba de los extravíos místicos de Ana, porque para nuestro autor son verdaderamente extravíos. Es muy posible, casi cierto, que «Clarín» vive de nuevo a través de su personaje algo de su propia «experiencia» mística ya superada. ¿No escribió cuando adolescente, con gran fervor él también, poemas místicos que se publicaron en El Cascabel de Frontaura? Confesó, en 1888, que se había corregido pronto, pero que El Cascabel «continuó en la mala senda, cultivando la noche serena de Fray Luis... en traje de Pierrot». La cita dice bien claramente cómo juzga «Clarín», tres años después de escribir La Regenta, lo que en el mismo artículo llama «desahogo de flato religioso».


Más aún; siempre desconfió Alas de la religión del sentimiento, de la religión a lo Chateaubriand. En 1878 piensa, como Balmes, que no hay que fiar demasiado de los poetas, pues «para un Victor Hugo, que comprende y siente al Dios verdadero, hasta el punto de poder con justicia llamar ateo a un arzobispo, hay ciertos poetas idólatras, Villasandinos que comparan a la Virgen con su alma». El análisis de los impulsos místicos de Ana, además de revelar un agudo sentido de lo humano, es muy significativo del falso romanticismo que es para él la religión de la imaginación, y la religión del sentimiento. Observa primero que los accesos místicos, como los ensueños, están en estrecha relación con la debilidad del cuerpo (I-222). (¿Visión naturalista del ser? No, más bien mero realismo). Además, la exaltación mística, en el caso de Ana, se origina en un espíritu no bien dominado por la conciencia y eso por razones diversas («educación pagana, dislocada, confusa»), que da a la piedad sincera «extrañas formas» (II-191); es evidente que «la piedad sincera» no necesita de tales «extrañas formas» que la adulteran. Pero lo más grave es que la religión de los sentidos, que a menudo está a punto de convertirse en ese sensualismo religioso siempre condenado por Alas23, es peligroso, porque puede llegar a la dilución de la conciencia y, desde luego, al relajamiento del pensamiento y de la voluntad. Ana, durante la Misa del gallo, se abandona en un principio al «olor místico de poesía inefable»; luego, «su pensamiento se remontaba, se extraviaba y al difundirse se desvanecía». Como se duerme la conciencia y no hay más que gozo, del sensualismo místico se pasa al sensualismo amoroso, sin que Ana se dé cuenta del paso de la frontera. Se le aparece la imagen de Mesía, y «en unas honduras del alma, o del cuerpo, o del infierno», experimenta un placer superior al que le proporcionan los más suaves arranques místicos (II-273).


El sensualismo religioso es, para Alas, en el mejor de los casos, una impureza, algo demasiado ligado a la «quintaesencia» de la materia que son los sentidos. Por otra parte, este sentir vuelto todo sobre sí mismo, es un sentir egoísta que puede hacer caer a quien lo experimenta en la atrevida impresión de que es un ser superior, privilegiado. Ana no escapa en ciertos momentos a esa fe egoísta, que es egotismo, porque todavía no ha conquistado esa humildad ante el misterio que sólo puede proporcionar una conciencia religiosa madura («Se creía en sus momentos de fe egoísta admirada por el Ojo invisible de la Providencia» -II-36-).


Y, precisamente, uno de los temas fundamentales de La Regenta es la conquista difícil, dolorosa de una madurez religiosa. En cierto modo, dicha conquista fue también la de Leopoldo Alas.


No se puede hablar de la religión en La Regenta sin evocar la presencia en el mundo de Vetusta del obispo, don Fortunato Camoirán, que aparece como un santo de Las Leyenda de Oro extraviado en un mundo materialista y vulgar. Es un «apóstol», pero demasiado ingenuo y cortado de una realidad que no entiende (cree en la virtud de las señoras de la aristocracia y piensa que el vicio sólo se encuentra entre las chalequeras del boulevard, I-523). Es verdad, como ha mostrado John Rutherford, que la figura del obispo no es, en La Regenta, tan positiva como se piensa a veces; lo sería tal vez si no fuera obispo, si fuera tan sólo un santo en el desierto. Su santidad no sirve para nada contra los abusos de sus subordinados, no influye en nada sobre las almas de los feligreses. Sólo vale, a los ojos del autor, por su fe pura, lo que es mucho y muestra que el catolicismo no impide la verdadera religiosidad, idea en la que «Clarín» insistirá, más tarde. Lo que es evidente es que don Fortunato es visto siempre con profunda simpatía por el narrador, y eso por su singular virtud cristiana, no cabe duda. Es más; don Fortunato es evocado las más veces con un cariño que nace, podríamos pensar, de la comprensión de un alma tierna y buena como la de un niño, pero cuyo origen, más íntimo, es el recuerdo de don Benito Sanz y Forés. Es indudable que cuando Alas da vida al obispo Camoirán está pensando en don Benito, que era obispo en su pueblo en los tiempos de la adolescencia y dejó en su alma una huella imborrable. Diez años después, en el artículo necrológico que le dedica, revela el amor y el respeto que el «apóstol católico» le «inspiró siempre, aun en las épocas de volterianismo superficial (sarampión conveniente), el recuerdo dulce, edificante de aquel Sanz y Forés» de su adolescencia, que tantas veces -añade- «despertó en mi alma la emoción religiosa, sobre todo la de caridad, de delicia inefable».


El «Clarín» que escribe La Regenta no es todavía el pensador esencialmente preocupado por los problemas espirituales que será en 1895, pero su sentido religioso parece ya muy maduro. Un ejemplo muy sugestivo de esa madurez religiosa se encuentra en la meditación del narrador ante las grotescas imágenes, la de la Virgen y la de Cristo, que se tambalean en la procesión del Viernes Santo. Más allá de esas estatuas vulgares, ve «Clarín» algo superior: una especie de símbolo del infinito misterio. Es decir que sabe ver un reflejo de autenticidad en lo que es una payasada. Hay como una esencia de piedad secular en esas máscaras de cera y de barniz. Esas imágenes «por la grandeza del símbolo, infundían respeto religioso... Representaba[n] a través de tantos siglos un duelo sublime» (II-366). El narrador es, pues, un hombre que sabe captar la esencia religiosa de los símbolos, aun cuando estos toman las formas más triviales y más grotescas... Así que, las meditaciones a las que se entrega, cuatro años después, cuando hace la reseña de La Unidad Católica de Víctor Díaz Ordóñez, no son tan sorprendentes como se ha dicho.


Alas, en 1885, se ha emancipado de la religión rutinaria y ciega de «sus mayores» y de la casi totalidad de sus compatriotas y ha encontrado ya (como revela la trayectoria espiritual de Ana) el camino de la auténtica religiosidad. Pero no se debe perder de vista que siempre permaneció vivo en él cierto sentido de lo espiritual hasta en los períodos de volterianismo, «sarampión conveniente» y aun diremos necesario.


Esa madurez le permite ver el mundo como es, sin deformarlo, intentando captar sus más profundas realidades, según la óptica de un realismo total y abierto, pero sin dejar de subrayar discretamente lo que le parece la verdad. Muy lejos estamos con La Regenta de la estética naturalista de Zola, limitada por prejuicios «cientifistas», que impiden la plena captación de lo humano.


6. Reflejo del contexto histórico contemporáneo en la provinciana Vetusta.

De: Historia y sociedad en Vetusta, Julián Ávila Arellano


A poco que se considere la naturaleza eminentemente sociológica que tiene la narrativa realista/ naturalista decimonónica, de la que La Regenta de Clarín es su exponente artístico más completo y perfecto en la cultura española, se puede apreciar que un título tan general como el propuesto para esta ponencia tiene el grave peligro de, al querer decirlo todo, terminar no diciendo nada en absoluto. Lo mismo les ocurrió, se podría decir, a estos primeros intelectuales que se enfrentaron a la actualidad española decimonónica con las metodologías de las ciencias empíricas de la observación y de la experimentación.


Ellos solucionaron el problema de acuerdo con las técnicas del lenguaje verbal narrativo, depurando y sublimando su experiencia de la realidad hasta quedarse con lo típico, que es, según Georg Lukács, el grado en el que se la puede sentir como representativa y ejemplarizante de los problemas históricos y de las contradicciones fundamentales del ser humano dentro de la sociedad, más en concreto de la sociedad de la lucha de clases decimonónica.


Lo mismo habrá que hacer aquí, como camino crítico de vuelta hacia esas raíces gestativas (si el autor fue de su actualidad al texto, el crítico debería tratar de reintegrar el texto, de nuevo, en su actualidad), para poder tratar un tema tan amplio en un tiempo tan escaso. Depuración y sublimación de los innumerables datos y referencias socioculturales e históricas que están funcionando como implicaturas de la enunciación, presupuestos y sobrentendidos, del relato, y que todo lector experto debería ser capaz de recuperar si pretende recorrer y reconstruir adecuadamente el universo creado por Clarín, hasta alcanzar las motivaciones y categorías generales, Historia, sociedad y Vetusta, que parecen subyacer en el esqueleto diegético.


En el caso de Clarín, es posible hoy día realizar este reconocimiento y depuración gracias a los minuciosos trabajos de recuperación arqueológica de referentes históricos y socioculturales que han realizado los clarinistas, y muy en especial una media docena de importantes investigadores entre los cuales es imprescindible citar las modélicas ediciones críticas de Gonzalo Sobejano (1976 y 1981) y la última de Joan Oleza (2000)1. A todo ello le voy a añadir la perspectiva intertextual, que también ha sido ya tratada en bastantes trabajos, de la interpretación historicista, más explícita y hasta mostrenca, que hace de aquella actualidad su amigo y colega literario Benito Pérez Galdós, aunque en un grado de profundidad simbólica y de valoración de arquetipos que, creo, no ha sido alcanzado hasta el momento.


Adelantando, en fin, las conclusiones, lo que me gustaría poder demostrar es la importancia que tiene en la concepción y construcción de esta obra maestra de Clarín, su percepción y experiencia compartida casi generacionalmente, del reaccionarismo sociopolítico y cultural que supuso la Restauración canovista de 1875 tratando de arrasar con el aperturismo intelectual e ideológico que se había producido durante el Sexenio Revolucionario, y, en el caso de Clarín además, con una impresión especialmente decepcionante del fracaso de la Primera República española.


Esta presencia, que quiero ver como determinante, del Sexenio, la Primera República y la Restauración en la concepción y composición de esta obra maestra Clarín, además de ser un tópico aceptado entre los estudiosos que siguen esta orientación referencial, también está ya estudiada minuciosamente por Sergio Beser y Joan Oleza, por citar a dos críticos que se ocupan tanto de las referencias históricas que existen en el relato sobre esa crisis histórica, como de la fidelidad que mantiene el escritor respecto de sus utopías ideológicas mantenidas en estas dos primeras décadas de su producción literaria y periodística.


Más allá, pues, de este cómputo documental, lo que trato de señalar se encuentra en el estrato superior de los arquetipos simbólicos. Apoyándome en arquetipos galdosianos similares, me interesa destacar primero la importancia gestativa y diegética que tiene el escenario de Vetusta, Oviedo, como espacio bien conocido por el escritor e imprescindible, como tal, para su trabajo compositivo, pero también como escenario visualizado en un plano cercano, sugestivamente plástico y que representa de modo sinecdóquico toda la geografía espiritual española del momento, de una sociedad que acaba de caer, como Ana Ozores, desde los amplios espacios naturales de una prometedora adolescencia en libertad, a las tinieblas reaccionarias del revanchismo ideológico tradicionalista más o menos remozado, y en la sequedad y el cinismo moral de los supervivientes escarmentados de la Revolución, ahora embarcados en el oportunismo y en el pragmatismo sociopolítico y económico más descarado de la Restauración.


Prometedora adolescencia republicana, revanchismo y rapacidad ideológica, y cínico pragmatismo consumista son referencias históricas que, en mi opinión, definen bien esa crisis, principio de nuestra actualidad de masas, que despierta las inquietudes de los intelectuales realistas y permite reconocer con cierta facilidad la trascendencia simbólica de esos tres embriones simbólicos que se van levantando y desplegándose en el escenario vetustense hasta completar tal decepcionante y degradante peripecia existencial.


La novedad de esta propuesta estaría en definir tal experiencia histórica (Revolución de 1868, Primera República y Restauración), no solo como motivo de actualidad conocida para sus contemporáneos y, por lo tanto, de veracidad o veredicción histórica que los escritores realistas/naturalistas buscaban para reforzar de cara a sus contemporáneos el efecto de realidad de sus relatos. No es solo una crisis histórica, no es solo el final del libre examen y de aperturismo intelectual. También es, y de modo no menos importante aunque sí menos percibido, el momento en el que la revolución burguesa se estrella con unas posiciones reivindicativas proletarias por primera vez lo suficientemente sólidas como para provocar que en el choque queden al descubierto las interioridades vergonzosas de esos movimientos burgueses, más estimulados y de modo mucho más eficaz por las expectativas económicas que por las proclamadas propuestas democratizadoras.


A escritores atentos como Galdós o Clarín, que han llegado con tanto entusiasmo juvenil a la Revolución de 1868, no se les puede escapar la incidencia perturbadora y, finalmente, demoledora que tienen los intereses económicos en el fracaso de este ilusionante proceso revolucionario. Galdós denuncia estos subterráneos intereses económicos en la mayoría de sus creaciones, y muy en especial en los relatos que dedica al Sexenio. A Clarín le ocurre lo mismo solo que sabe integrarlo mucho mejor en la constitución psicológica y socioeconómica que arrastran sus personajes desde ese escenario resultante, envilecedor y destructivo, en el que han nacido y en el que tienen que medrar aunque sea malamente. Ahí está la rapacidad lujuriosa de Fermín de Pas y doña Paula como foco de infección desde el sector clerical, y el similar caciquismo lleno de complicidades y de inconsistencia ideológica del marqués de Vegallana y Álvaro Mesía.


Ni que decir tiene que es este Cánovas restaurador, que se ha formado en el partido de la Unión Liberal y de la Economía Política de Leopoldo O’Donnell entre 1858 y 1868, el líder de la triunfante Restauración alfonsina en la que se continúan las desideologizadas estrategias con que aquella había cambiado política por economía en sus programas de gobierno, dando inicio, así, al primer capitalismo financiero español en la década de los 60. Un capitalismo que es el que va a terminar recogiendo los beneficios revolucionarios en lo que la Revolución tuvo de eliminación de la fuerte competencia tradicionalista en los negocios del Estado y en el triunfo de las reformas económicas librecambistas y desaparición de las barreras arancelarias que venían manteniendo en beneficio exclusivo los privilegiados del Antiguo Régimen.


La marejada revolucionaria alcanza en la Primera República tales grados de eficacia que las burguesías llegan a sentirse verdaderamente amenazadas y orientadas hacia un reaccionarismo que deja al descubierto el desagradable fondo de rapacidad económica en que se asentaba su progresismo revolucionario del 68. En poco más de 6 años el escenario eufórico de La Gloriosa de 1868 se ha convertido en lo escenarios desazonantes e irritantes de esta Vetusta de Clarín o en la contemporánea Orbajosa de Galdós por citar solo los más conocidos y emblemáticos.


No es poco ya insistir en lo iluminador y sugestivo que es esta experiencia histórica cimera para orientar e informar la investigación sociológica y moral de la realidad española de esos años, que es el objetivo principal de la literatura realista/naturalista nacida precisamente al calor de estos sucesos históricos.


Resumiendo, pues, la propuesta del título «Historia y sociedad en Vetusta», lo que pretendo transmitir es que es la Historia, el acelerón revolucionario y reaccionario de esos años, lo que permite, rompiendo esquemas y convencionalismos establecidos, descubrir las interioridades desagradables, vetustenses, de aquella sociedad, y definirlas y denunciarlas por medio de la narrativa realista/naturalista que surge con ese motivo.


Es un fenómeno que a nosotros que acabamos de vivir el similar efecto del ataque terrorista en Nueva York, no nos debería resultar extraño. Es la Historia, pues, la que crea esta actancialidad narrativa de los prototipos de la avaricia y de la corrupción pervirtiendo con sus desagradables libaciones la nobleza e ingenuidad del progreso libre y natural. También es, por ello, la Historia, en lo que tiene de ser el modo natural de manifestarse la realidad decimonónica de la lucha de clases, el componente constitutivo más importante de la narrativa realista/naturalista que ha nacido al calor de estos acontecimientos cruciales que conforman la última revolución burguesa de la cultura española.


Con este largo preámbulo acerca de la importancia del Sexenio Revolucionario y de su fracaso en la Restauración para la definición que de sí misma alcanzó aquella sociedad española del último tercio decimonónico y sus repercusiones en los medios literarios realistas/naturalistas que trazaron su retrato moral, pretendo proponer que también en La Regenta de Clarín se puede encontrar un esquema o esqueleto constructivo de naturaleza histórica en un estrato superior o más profundo que el resto de los temas señalados que terminan, a su vez, vertebrándose en este. La Historia en Vetusta no sería entonces solo un recuento de las numerosas referencias a la historia externa. Este relato sería, en mi modo de ver, la reconstrucción simbólica que hace este escritor de la experiencia decepcionante que supuso la Restauración canovista, en lo que tenía, desde su perspectiva republicana, de éxito y perduración indefinida de lo vetusto con todas sus consecuencias políticas e intelectuales degradantes. La realidad, sin embargo, no parece que fuera tan desastrosa. Si se habían cortado de raíz las ilusiones democráticas del republicanismo tampoco los tradicionalistas pudieron ejercitar su revanchismo durante mucho tiempo. Lo que terminó imponiéndose fueron lo que Galdós terminó llamando «años bobos». Entre 1875 y 1878 Cánovas consigue imponer un tipo de pragmatismo desideologizado que enfría tanto el fanatismo antirrepublicano como la exaltación progresista de los revolucionarios. El resultado fue el pactado bipartidismo constitucional que de modo tan fluido como repugnante practican los dos líderes políticos de Vetusta, el marqués de Vegallana y el vividor Álvaro Mesía, trasunto de las relaciones que desde 1878 se establecen entre el galante don Antonio Cánovas y el conquistador don Práxedes Mateo Sagasta.



No voy a tratar del espinoso problema teórico y crítico de las relaciones entre el relato histórico y el de ficción, que yo distinguiría en principio y desde la sensibilidad decimonónica, como relato de historia externa frente a relato de historia interna. Creo que experiencias de la edad contemporánea tan inquietantes con el citado ataque reciente a las torres gemelas neoyorquinas o el traqueteo devastador de revolución-restauración dictatorial que vivieron los escritores realistas, por no citar los otros acontecimientos igualmente desquiciantes de que se ha tenido una conciencia histórica y sociocultural especialmente fuerte a lo largo de los últimos siglos, son suficientes como para, por lo menos, relativizar, como ya hiciera Cervantes en su Quijote, las estrictas fronteras clásicas entre estos dos modos de ver y sentir la realidad humana. La edad contemporánea ha producido una transformación cultural lo suficientemente importante cualitativa y cuantitativamente como para provocar algunas suspicacias al respecto de los criterios tan estáticos y estancos del Antiguo Régimen, y que la creación artística y la documental, en lo que toca sus funciones de reconstrucción de la memoria de la realidad humana, no pueden seguir chocando en el territorio falseado de los contenidos, cuando se sabe que lo más determinante y definitivo son las respetivas organizaciones discursivas.


Quizás para zanjar por ahora este conflicto epistemológico fuera suficiente con apelar al respeto obligatorio que debe tener el crítico por el sedimento arqueológico de los textos. Y en este caso del realismo/naturalismo decimonónicos resulta evidente que el aperturismo y el humanismo krausista que orienta la interpretación de la realidad de la mayoría de los intelectuales del momento, entre ellos estos dos escritores, no solo considera la historia externa, positivista, documental que nace del patrioterismo gubernamental poco fiable y depósito de erudiciones inútiles, sino que defiende que la memoria del espíritu colectivo, de lo que será después en Unamuno la intrahistoria, solo se puede recuperar y reconstruir a través de la capacidad de empatía del arte, y en este caso del arte literario narrativo.2


Pasando, en fin, a la presencia de la Historia en la construcción del simbolismo de la peripecia existencial de Ana Ozores, habría que comenzar señalando algo evidente, como es el mayor grado de elaboración artística y de densidad composicional, estructural y estructurante, que caracteriza a La Regenta frente a la mayor delgadez diegética y transparencia referencial, compensada con una mayor versatilidad discursiva, que es peculiar de las creaciones galdosianas. Esto hace que la Historia sea más y más directamente reconocible en este que en aquel.


Pero el que no sea tan explícita no significa que no esté. Ya se ha indicado el importante recuento de referencias realizado en las ediciones críticas del relato clariniano, y la sintonía casi alegórica que existe entre la presencia y relaciones de estos tres personajes en el relato y las peculiaridades morales de esos dos grupos políticos que triunfan en la Restauración, el tradicionalismo remozado de constitucionalismo, y las relaciones cómplices y pragmáticas de los dos partidos conservadores y progresistas en que se sustentan los nuevos gobiernos de gestión, amorales y desideologizados, de la Restauración.


Galdós, algo mayor que Clarín y mucho más identificado con la euforia revolucionaria del 68 que con las nostálgicas utopías republicanas de 1873, también se manifiesta mucho más atento al curso superficial, inmediato, de los acontecimientos sin interiorizarlos y metabolizarlos ideológicamente tanto como su amigo. Esto nos permite por así decir «fechar» históricamente ciertos esquemas narrativos y tratamientos temáticos que, por otro lado, se parecen mucho a los utilizados por Clarín en la obra que estamos tratando. Y, de este modo indirecto, añadir comprobaciones y argumentos a la demostración de la existencia de esa conciencia y esquemas historicistas también en el escritor asturiano.


Utilizando la esculpida y esquelética denominación de Valle-Inclán que me ha recordado hace poco el experto crítico galdosiano y valleinclaniano que es el profesor Rodolfo Cardona, creo que no sería difícil coincidir en que lo principal de la interpretación literaria que realizan Clarín en esta novela y Galdós en muchas de las suyas sobre el fiasco moral de la Restauración, se podría condensar en el título de Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte. Muerte o destrucción contra la utopía que simboliza Ana Ozores en el pudridero de Vetusta de parte del pragmatismo lujurioso y de la rapacidad intemperante que son las dos virtudes del encanallamiento de la sociedad española en ese momento.


Quitando las ataduras sacerdotales que motivan la desesperación masculina del provisor Fermín de Pas, lo que de verdad le caracteriza es el despecho avaricioso con que se ha ido elevando desde la miseria de la aldea. En el despecho y en la experiencia de miseria se fundamenta su rapacidad y su incapacidad para asumir sus éxitos profesionales en el ambiente de mediocridad intelectual y espiritual en que se encuentra. La lujuria en este caso es un componente menor frente al poder de la jerarquía, del confesionario y del púlpito.


En su contrincante Álvaro Mesía la lujuria es, en cambio, el soporte principal de su poder y prestigio La lujuria es también la manifestación simbólica más coherente con su ingénita amoralidad de superviviente de la política. Y, como se ha dicho, tal arquetipo es aplicable tanto a Cánovas del Castillo como a Práxedes Mateo Sagasta.


La avaricia y la lujuria son también para su amigo Galdós constantes marcas literarias caracterizadoras de los dos bandos implicados en los reiterados fracasos del democratismo español. Como ejemplos se puede recordar ya en su primera novela larga, La Fontana de Oro, el contraste entre la avaricia y beatería de las Porreño mayores, frente a los intereses más amorosos y eróticos de los liberales, Lázaro y Claudio Bozmediano. Paulita Porreño será, sin embargo, el arquetipo más completo. Su contacto con el revolucionario Lázaro terminará sacándola de su misticismo hacia un apasionamiento sentimental digno de la frágil y vulnerable Ana Ozores.


En 1872 escribe Galdós el primer borrador de Rosalía, que es la primera novela de temática no directamente ni explícitamente histórica que el escritor ambienta en el Madrid contemporáneo, como después hará con las narraciones a partir de 1881. En ese momento, primavera de 1872, se acaba de producir con motivo de unas elecciones generales a Cortes la monstruosa alianza entre radicales y republicanos, por un lado, con los tradicionalistas carlistas y constitucionales por el otro, todo ello para desbancar a los liberales más o menos conservadores de Sagasta que gobernaban entonces.


Correspondiendo a esta situación de actualidad Galdós reúne en su relato y en Madrid a representantes de estos partidos. En el grupo de los radicales y tradicionalistas lo que prima es el tema económico, la avaricia y la tacañería. Por el lado contrario de los capitalistas conservadores de Sagasta, sin embargo, sus intereses caminan por el lado lujurioso de hacerse con la joven e indefensa protagonista.


A veces, como ocurre con el Mauro Requejo de los primeros episodios nacionales o con el Pedro Polo de Tormento, lujuria y avaricia coinciden en un mismo individuo, pero caracterizando los comportamientos contrarios de rapacidad despótica y de liberación sexual o revolucionaria o rebelde que se han propuesto.


Un caso especialmente parecido a la avaricia que Clarín construye entre doña Paula y su hijo Fermín de Pas, es el de Remedios Tinieblas y Jacintito en el desenlace de Doña Perfecta, solo que aquí la salida no es clerical sino el mundo de los abogados picapleitos que, además, llegan a ser políticos. Por el lado contrario de la proverbial rapacidad económica de este otro pudridero que es Orbajosa, también hay que citar en la misma novela la amoralidad positiva de distensión y desinhibición que vive el protagonista en casa de las niñas de Troya y con el marginado Juan Tafetán.


Avaricia y tradicionalismo también van juntas en la represión ideológica de Gloria y en La familia de León Roch. Despotismo y control económico es peculiar también de los personajes autoritarios de las novelas contemporáneas galdosianas. Recuérdense Laura Castaño, Emilia de Relimpio y su marido el ortopeda, también a «La Sanguijuelera» en La desheredada; Barbarita Arnaiz y Guadalupe Rubín, además de Francisco Torquemada, en Fortunata, y Francisco de Bringas en La de Bringas. Frente a ellos, todo lo que huele a rebeldía o revolución siempre es un tanto lujurioso. Solo hay que ver la fácil seducción y entrega al amor de personajes como Isidora Rufete, Fortunata Izquierdo y Luisa o Abelarda Villaamil, por no salir de esta década de los 80, y las relaciones que establecen con los irresponsables y amorales Joaquín de Pez, Juanito Santa Cruz y Víctor Cadalso.


Tanto el despotismo avaricioso como el abuso lujurioso en Galdós tiene también unos referentes o escenarios históricos muy precisos. En líneas generales la avaricia acompaña al fanatismo y al despotismo ideológico, normalmente tradicionalista o conservador, mientras que el alarde erótico o las relaciones amorosas fuera de las instituciones oficiales, se corresponden con momentos estrictamente revolucionarios. Recuérdense casos tan explícitos como que Isidora Rufete se eche a la vida, como familiarmente se dice, cogiéndose del brazo de Joaquín del Pez en el preciso momento en que se acaba de proclamar la Primera República al medio día del 11 de febrero de 1873. Como es bien sabido, en Fortunata y Jacinta existen dos capítulos seguidos, el segundo y el tercero de la tercera parte, que se titulan «La Restauración vencedora» y «La Revolución vencida». En ninguno de ellos se habla explícitamente de la transición histórica desde la Republica a la monarquía restaurada, sino a la restauración de unas relaciones matrimoniales cuando terminan otras ilegítimas o extramatrimoniales. Todo ello, sin embargo, ocurre en la novela y en la Historia durante los primeros meses de 1875, y solo reconociendo esa coincidencia de escenario espaciotemporal se puede sentir la trascendencia alegorizadora que tienen las relaciones triangulares de Fortunata, Jacinta y Juanito en este relato.


Rosalía de Bringas comienza sus actividades de prostitución para mantener su afición a la buena ropa justamente en el momento en que se produce la Revolución de 1868. Luisa Villaamil se rebela contra sus padres y fuerza su matrimonio con Víctor Cadalso durante el verano de 1868 cuando se está fraguando el definitivo golpe militar contra el reinado de Isabel II.


En líneas generales parece que despotismo y avaricia van tan unidos en La Regenta como el liberalismo y la lujuria, y todo ello orientado y localizado en esos años de 1876 a 1878 que es el tiempo histórico del relato. Son años en los que también Galdós coloca otros finales trágicos suyos. Isidora Rufete cae en los estratos más bajos de la prostitución en 1878. Fortunata Izquierdo muere después de entregar a su hijo en la primavera de 1876. Abelarda Villaamil es burlada por su yerno Víctor Cadalso en los primeros meses de 1878. En 1876 muere el progresista Pepe Rey en Orbajosa y Marianela en Socartes. Todos ellos son individuos que, como en el caso de Ana Ozores, contienen una energía vitalista revolucionaria que el despotismo conservador, el control o la avaricia no son capaces de asumir. Esa energía es la que también empuja a los personajes a la búsqueda de espacios más amplios por el lado contrario. Y ahí es donde aparecen las irresponsabilidades, las amoralidades y el cínico e inhumano pragmatismo del pervertido capitalismo de la Restauración.


Otras sintonías, en fin, se podrían señalar en este parentesco intertextual entre las creaciones de estos dos escritores. Recuérdese, por ejemplo, la impotencia sexual y de apasionamiento de Víctor Quintana que nos lleva en el caso galdosiano a la impotencia política de las utopías de demócratas y republicanos durante el Sexenio. Galdós tiene personajes espléndidos representando este fenómeno histórico. Don José de Relimpio de La desheredada es un personaje muy cercano en actitudes y gustos literarios a Víctor Quintanar. Él es el que acompaña a Isidora Rufete cuando esta se le escapa con el demócrata irresponsable y acomodaticio Joaquín del Pez el día de la proclamación de la república. El más conocido puede que sea José Ido del Sagrario. Su presencia inoperante durante el Sexenio se pone en evidencia cuando hace el papel de hospedador del errático Proteo Liviano en los últimos episodios. Otros personajes igualmente ineptos frente al despotismo y la lujuria son Cayetano Polentinos de Doña Perfecta, el Abate Lino de lo primeros episodios, el padre Alhelí de los últimos de la segunda serie, Urbano Gil de la Cuadra o el propio Francisco Bringas, Evaristo González Feijoo o Ramón Villamil.


Recopilando, en fin, estas correspondencias y aplicándolas al momento histórico del Sexenio Revolucionario y su fracaso en la Restauración, se podría decir que en las alternativas de aburrimiento, misticismo y apasionamiento de la Ana Ozores de 1876 a 1878, estaría Clarín recreando y reviviendo su percepción de los desconsoladores efectos de la derrota republicana de 1874. Lo que ha quedado es Vetusta, es decir, el escenario de siempre constriñiendo la vida y pervirtiendo las conciencias. En este escenario, el tradicionalismo clerical vuelve a encontrar el espacio que había venido perdiendo en las últimas décadas de liberalismo, mientras los liberales, una vez cometida la apostasía de rechazar los principios democráticos en que se habían definido como rebeldes a cualquier tipo de despotismo tradicionalista, escarmentados por los funestos resultados de tales audacias democráticas, caen en el amoral pragmatismo de los criterios económicos, convierten la política en juego de intereses económicos y se dedican a tontear con los ideales sin rebasar los límites del buen tono.


Creo que Clarín no diferencia, como tampoco lo hace Galdós, entre los dos partidos liberal conservador y liberal fusionista que se reparten el poder y los gobiernos pactados a partir de 1881. Tan apóstatas son los de Cánovas como los de Sagasta, aunque sea Cánovas, el más poderoso y responsable principal del curso de la Historia, el que se lleva la mayor parte de sus invectivas en esta primera década de su producción literaria.


Lo que importa en este caso y lo que he querido constatar es la fuerte presencia de los referentes históricos más o menos fundidos o perceptibles en los retablos narrativos de ambos escritores. Unos referentes cuyo conocimiento está continuamente midiendo la calidad de las lecturas de sus obras y que, en las circunstancias de nueva sensibilidad por el componente histórico de la actualidad en que nos encontramos, bien podrían ser motivo de recuperación social de estas creaciones en lo mucho que tienen de documentos históricos eficaces y de memoria histórica de un pasado que nunca está del todo superado, como se puede ver de estas apreciaciones con que caracteriza Joan Oleza la visión que transmite Clarín en su novela sobre la situación de la Restauración de 1875 propiciada por Cánovas:


Clarín siente por Mesía —Joan Oleza proyecta en La Regenta las ideas que Clarín desarrolla en su sátira de 1887 Cánovas y su tiempo— la misma repugnancia que por Canovas; esa capacidad de triunfo tanto cuando está en el poder como cuando no lo está; esa seducción social que es capaz de ejercer sobre hombres y mujeres, pero especialmente sobre estas; ese amoralismo pragmático que simplifica, a beneficio de la acción, todos los problemas; esa falsa pátina cultural, que enmascara conocimientos vagos y de segunda mano; ese posibilismo extremo que le permite adaptarse a cualquier situación, flexibilizando para ello moral, religión, etc. Es, en una palabra, el símbolo del gran burgués triunfante, de aquella capa social que, pactando con la Aristocracia del Antiguo Régimen, se hizo con el poder y capitalizó los beneficios de la Revolución.3



(1) De Gonzalo Sobejano, Leopoldo Alas: La Regenta, Barcelona, Noguer, 1976, Madrid, Castalia, 1981. De Joan Oleza, La Regenta, 2 vols., Madrid, Cátedra, 2000. Joan Oleza, «La Regenta y el mundo del joven Clarín», Clarín y su obra. El centenario de La Regenta. Barcelona 1884-1885. Actas del Simposio Internacional celebrado en Barcelona del 20 al 24 de marzo de 1984, ed. de Antonio Vilanova, Barcelona, Universidad, 1985. J. Ventura Agudiez, Inspiración y estética en «La Regenta» de Clarín, Oviedo, 1970. Jean Bécarud, «La Regenta» de Clarín y la Restauración, Madrid, Taurus, 1964, reeditado en De La Regenta al «Opus Dei», Madrid, Taurus, 1977. Sergio Beser, «Leopoldo Alas o la continuidad de la Revolución», Clara E. Lida y M. Iris Zavala (eds.), La Revolución de 1868. Historia, pensamiento y literatura, New York, Las Américas Publishing Company, 1970. 


(2) Sobre este punto y en lo que toca a Clarín se puede consultar el documentado estudio de Yvan Lissorgues, «Concepción de la historia en Leopoldo Alas (Clarín): Una historia artística al servicio del progreso», Los Cuadernos del Norte, vol. II, n. 7, (mayo-junio de 1981), pp. 50-55. 


(3) Oleza, 1984, p. 177. 

7. El adulterio burgués.

De: La Regenta, matrimonio capitalista y represión, Fernando Sánchez Martín


Ya ha sido suficientemente probado que el movimiento literario conocido como «realismo» no consigue (ni persigue) una representación objetiva de la realidad. En su lugar, algunos han querido ver una crítica de la ideología burguesa que numerosos estudiosos leen en términos económicos. Esta lectura económica y mercantil establece una relación simbólica entre matrimonio y comercio justificada por el contexto de incipiente capitalismo. A su vez, otorga al deseo (sexual, fundamentalmente) una capacidad de subversión que ha de ser reprimida para mantener la ideología del capitalismo. Así, Leo Bersani, en su artículo «Realism and the fear of desire»1, muestra como las novelas realistas, (entre ellas LR2), sustentan la ideología burguesa reprimiendo y castigando cualquier manifestación de deseo, peligroso en cuanto «el deseo puede subvertir el orden social». Por otra parte, afirma afirma Jo Labanyi3:

La libertad y los derechos son dependientes de la habilidad del individuo para firmar un contrato, ya sea para vender o para comprar [...]. Las mujeres pueden poseer, pero no pueden transferir sin la firma de su marido [...]. Sólo hay un contrato que se espera que ellas (las mujeres) firmen: el contrato del matrimonio.

Como ejemplo de esta afirmación de Labanyi, vemos que en LR, durante el proceso de educación-represión de la joven Ozores, doña Águeda dice a la Ana niña «Sí. hija mía, [...] Es necesario sacar partido de los dones que el señor ha prodigado en ti a manos llenas» (297, v. I). Y poco después leemos: «Por lo demás, ni tu tía Águeda ni yo manifestamos nunca afición al matrimonio» (298, v. I), donde podemos observar la dicotomía establecida entre el rechazo al matrimonio y la necesidad de contraerlo. La mujer, doña Águeda (también Ana Ozores) sabe que el matrimonio equivale a una condena a la esfera privada y a la subordinación al marido, aunque también es consciente de que el rechazo del matrimonio sólo ofrece una alternativa: el convento. De esta manera, a la mujer se le presenta una cruel disyuntiva entre dos organismos represores: el matrimonio o la iglesia. Ana Ozores, sacando partido de los dones que ha recibido, elige al pretendiente (don Víctor) que considera más adecuado en función de sus posibilidades.

Por otra parte, no es tampoco gratuita la relación que Marx y Engels establecen entre economía capitalista y adulterio. El adulterio, desde este punto de vista, se convierte en el medio de la mujer para comerciar por sí misma, sin el consentimiento del marido y para intervenir, con mayor o menor sutileza, en la esfera pública. No sorprende que el deseo que impulsa el adulterio deba ser castigado (como afirma Bersani) porque puede subvertir el orden social, tanto familiar como económico.

En LR, Ana Ozores se erige centro de una complicada figura geométrica alrededor de cuya órbita gravitan tres hombre: Víctor Quintanar (su marido), Fermín de Pas y Álvaro Mesía (sus amantes), tres hombres que representan las opciones de Ana Ozores de establecer relaciones, o como diría Labanyi, de comerciar. Ana aparece vinculada por el matrimonio a Víctor, a quien, curiosamente, Clarín describe como a un padre: «ganar para Dios el alma de don Víctor "que venía también a ser su padre"» (281, v. II). No es gratuito el vínculo simbólico que Ana establece con su marido: al ser visto como un padre, el matrimonio no puede ser consumado por incestuoso, lo que indefectiblemente conduce a Ana a la insatisfacción. En términos capitalistas podríamos afirmar que el contrato del matrimonio no satisface las expectativas de la Regenta, que buscará alternativas a este contrato ¿Cuáles son estas alternativas? Sólo una, el adulterio, el deseo que implica la subversión del orden burgués y que, por lo tanto, ha de ser castigado.

El ya mencionado vínculo paternal y simbólico que Ana establece con su marido deviene relación simbólicamente incestuosa, lo que será una constante a lo largo de la novela. De hecho, podríamos afirmar que todas las relaciones amorosas de Ana (sus sucesivos intentos de comercio, siguiendo a Labanyi) se frustran por incestuosas. En este sentido, la relación entre Ana y el Magistral es especialmente interesante: Mucho se ha escrito ya acerca de la castración impuesta por la sotana4. Al principio de la novela vemos a un Fermín elegante y orgulloso en su uniforme eclesiástico; sin embargo, a medida que avanza la novela dicho uniforme se hace más y más pesado: leemos al final: «Cada vez le pesaba más la sotana y le abrumaba más el manteo» (464, v. II). Ésta es la sotana que impide la consumación del amor entre Ana y Fermín. Pero a este impedimento podemos añadir una interpretación edípica doblemente articulada: Fermín de Pas no puede ni quiere liberarse del influjo de la madre: «Después don Fermín se acordó de su madre; su madre no le había hecho nunca una traición, su madre era suya, era la misma carne; Ana, la otra, una desconocida...» (384, v. II)5. Pero de Pas, al mismo tiempo que es «hijo», ejerce de «padre» espiritual de la Regenta, que como hija (espiritual) enamorada se somete a los designios del padre: «a quien quisiera llamar padre y no quiere que le llame sino hermano mío» (258, v. II), Y sin embargo, el Magistral, castrado por la sotana y «enamorado» (o, cuanto menos sometido) a la madre, no puede satisfacer a Ana: «ocultándose a sí mismo las ramificaciones carnales que pudiera tener aquella pasión ideal que ya se confesaban los dos hermanos6» (261, v. II). De esta manera, en su doble articulación simbólica de padre e hijo, Fermín aparece como un personaje frustrado e incapaz de consumar sus relaciones. Pero, como ya dijimos, tampoco Ana es libre para consumar este deseo: «Ella era también como aquel cigarro, una cosa que no servido para uno y no puede servir ya para otro» (64, v. II). Esta afirmación muestra también como el contrato del matrimonio, que la mujer se ve obligada a firmar por no disponer de alternativas, limita su libertad y la somete a los designios del marido.

Por otra parte, el amante de Ana, Álvaro Mesía, será castigado con el destierro al final de la novela por la misma razón: intentar subvertir la ideología burguesa a través del deseo; o en otras palabras, quebrar el contrato de fidelidad que la Regenta firmó con su marido. El primer impedimento que Álvaro debe sortear es la Iglesia (órgano de represión que ya ha castrado al Magistral, representado, paradójicamente, por el mismo personaje), y una vez liberada Ana de la influencia eclesiástica de Fermín, se establece entre ellos (al igual que ya sucedió con de Pas) un simbólico vínculo familiar: Ana pasa a considerar a Álvaro «su otro hermano»: «Cuando hablaban así, como otros dos hermanos del alma7...» (490, v. II). De esta manera, don Álvaro no sólo se enfrenta a la iglesia quebrando el vínculo «sagrado» del matrimonio, sino que también se enfrenta a la sociedad burguesa que considera la familia (y la fidelidad de la mujer) como uno de sus valores capitales. La única solución a este conflicto es la desaparición del elemento discordante en el orden establecido: don Álvaro, desterrado de Vetusta por ceder al deseo y cuestionar el orden burgués.

Y si Mesía debe ser castigado, también don Víctor (el marido) ha de serlo por su incapacidad para mantener a Ana ajena a cualquier clase de comercio (recordemos de nuevo la relación que establecen Marx y Hengels entre economía y adulterio). El castigo de Víctor, la muerte a manos de quién descubrió su negligencia, restaura el orden. El rechazo del Magistral a la Regenta cierra la novela y niega definitivamente a Ana la posibilidad de comerciar para alcanzar la libertad. Se articula así la crítica de Clarín a la ideología burguesa.

8. Estructura de la obra.

La obra consta de 30 capítulos que, aunque distribuida en dos partes iguales por lo que respecta al número de capítulos (15 cada una), son muy desiguales en cuanto al tiempo interno.


En la primera parte (capítulos I al XV) sólo transcurren tres días.

En la segunda (capítulos XVI al XXX) los hechos transcurren a lo largo de tres años.

Para profundizar en este apartado, os recomendamos el artículo El gran teatro de Vetusta, de Inmaculada Donaire del Yerro.

9. Punto de vista narrativo.

De: Anticlericalismo en La Regenta, Marie Bártová



La Regenta es considerada una novela anticlerical y naturalista. El objeto de este
trabajo es probar que La Regenta es en realidad una novela anticlerical. Oleza Simó, en su
estudio Realismo y naturalismo en la novela española, afirma que en España se cultiva el
género del naturalismo, que se diferencia en muchos aspectos del naturalismo francés de
carácter determinista, pues los valores espirituales aquí sucumben a lo material. Incluso Oleza
Simó habla sobre el español naturalismo espiritual en el cual, al contrario, el materialismo
está sujeto al espiritualismo. Para los naturalistas españoles son importantes los valores de la
libertad, la voluntad y la tolerancia. Estos autores no resignan al idealismo (60), aunque sus
personajes son vencidos por la sociedad mayoritaria con la cual tienen conflicto, y luchan con
su equipo genético. Oleza Simó piensa que tal personaje es Ana Ozores. Su lucha perdida
según la opinión de Oleza Simó tiene un valor simbólico. (61) El sufrimiento de Ana es la
referencia a algo que supera a este personaje, destruido por el representante eclesiástico don
Fermín de Pas y por la sociedad hipócrita que es manipulada por la Iglesia.


El espiritualismo del naturalismo español proviene del realismo español, que cuenta
con varias fases.(62) Los autores expresan en las obras realistas sus convicciones morales, o sea,
su ideología.(63) Su pensamiento es anticlerical, aunque no antirreligioso.64 Al contrario, estos
escritores defienden los valores religiosos que son «la caridad, el amor al prójimo, la
benevolencia, la tolerancia, la rectitud moral etc.» (Oleza Simó 1976, 24). En sus textos
muestran que estas cualidades faltan al clero y a los supuestos cristianos. En la novela
naturalista La Regenta el autor, al captar la decadencia de la Iglesia y de la sociedad cristiana,
se refiere a cual debería ser el oficio religioso y la sociedad. La Iglesia no logra dar a Ana el
apoyo para buscar la fe y la vida buena. El narrador, al contrario de Ana, conoce la manera de
cómo alcanzar la fe verdadera sin ayuda del clero innecesario. El idealismo escondido en la
novela está presente en sus discursos. La posición de opiniones del narrador corresponde a las
opiniones de Leopoldo Alas. La actitud religiosa del narrador está basada en la religiosidad
del autor de la novela.


Es necesario discernir entre el narrador y el autor, porque se trata de dos diferentes
realidades. Sin embargo, en La Regenta el narrador y el autor tienen mucho en común.
Karanović opina que el narrador está cercano a su autor. Comprende al narrador de La
Regenta como la referencia a la ideología de Leopoldo Alas que se distingue por la criticidad,
por lo anticlerical y por la capacidad de la ironía. «El narrador de La Regenta, partiendo de la
presuposición de que se tratara de Leopoldo Alas, es una voz de cultura amplia, capaz de
construir un amplio mundo hermético y apasionante, anticlerical, de espíritu crítico a menudo
irónico» (Karanović 2012, 159). Karanović piensa en el narrador de La Regenta de una
manera similar a Rutherford y Rosso Gallo. Según la opinión de Rubio Cremades, en La
Regenta está creada la ilusión del narrador omnisciente, que moralmente supera a los
personajes y que es el autor.(65) También Genette afirma que el narrador de esta novela es
heterodiegético, lo cual significa que en el relato que narra no interviene como «actante»
(Rosso Gallo 2001, sin paginación). Aunque el narrador no tiene un nombre y no es uno de
los personajes del relato, su presencia es muy intensa en la novela. (66) 

El argumento
fundamental de Rosso Gallo es que la relación del narrador con los personajes no es neutral,
sino que tiene un significado ideológico. La caracterización del narrador de los personajes
tiene, según la terminología de Genette, «la ―función ideológica‖» (Rosso Gallo 2001, sin
paginación). Su omnisciencia no está restringida a la capacidad de saber todo mejor que los
personajes sobre los cuales escribe. Es un narrador que tiene una opinión subjetiva al hacer
juicios y evaluar a sus personajes. Rosso Gallo escribe que tiene sobre sus personajes «una
superioridad enjuiciadora o valorativa» (Rosso Gallo 2001, sin paginación).
El narrador de la novela de Alas no es solo un imparcial creador del mundo en el cual
los personajes se mueven y actúan, sino que tiene también la función autentificadora. Rosso
Gallo escribe que bien confirma la declaración de algún personaje o bien, al contrario, niega
su afirmación.(67) La voz narradora revela al lector la naturaleza hipócrita de los habitantes de
Vetusta y de los predicadores católicos. Rosso Gallo piensa que entre el narrador y el lector
ideal de la novela hay una relación basada en un compadrazgo. A menudo el narrador utiliza
para expresarse la manera irónica, la expresión es al mismo tiempo muy crítica. No nombra
directamente la actuación mala de los personajes, pero espera que a pesar de eso el lector
inteligente comprenda la revelación del narrador y que, al igual que el narrador, el lector
condene tal comportamiento.(68) El narrador muestra al lector los argumentos por los que
debería detestar a los personajes que él mismo odia y critica. La aversión del narrador a la
mayoría de los personajes en La Regenta forma parte de una visión global e ideológica del
mundo —de la fe, de la religión, de las relaciones entre la gente. El lector a través de la
narración conoce primero cómo el personaje se comporta para que empiece a gustar a la
opinión de los otros y logre sus objetivos. Después sigue la revelación de su carácter real, que
es contrario a cómo se presenta ante el público y cómo este personaje percibe su carácter. (69)
Convence al lector con el método del contraste. Rosso Gallo habla incluso de «la

intencionalidad ideológica» (Rosso Gallo 2001, sin paginación) que se muestra durante la
alternación de las focalizaciones. El subjetivo punto de vista del narrador sobre el mundo
visualizado se proyecta también en los pasajes en los cuales el mundo de Vetusta está visto
del punto de vista de algún personaje. Rosso Gallo piensa que «[el narrador] deja así percibir,
de alguna forma, su voz autorial, o sea, es portador de un ―punto de vista dominante‖, al que
se subordinan las demás visiones del mundo» (Rosso Gallo 2001, sin paginación).
Primero, el narrador expresa su relación hacia sus personajes directamente al
describirlas, al compararlas con otros personajes o principios. Segundo, indirectamente el
discurso indirecto y mixto. Interviene en el monólogo interior de los personajes. Al autor no le
es nada desconocido el mundo anímico de los personajes. Tercero, en la novela está presente
la opinión del narrador en las fórmulas con las cuales el narrador interrumpe la narración y se
comunica con el lector.(70) Comenta en ellas, por ejemplo, la importancia del contenido de la
narración. Mantiene la perspectiva sobre lo narrado y advierte de —como si fuera el autor—
la intención de la obra. Es verdad que Lissorgues opina que el narrador de la novela es
«discreto» (Lissorgues 1987b, sin paginación), pero no responde a la objetividad del narrador
de las novelas naturalistas, porque en La Regenta están «las intervenciones directas del
narrador» (Lissorgues 1987b, sin paginación). El autor de la novela se muestra a través del
narrador dentro de la narración: «no se encuentra desligado de lo contado»(71) (Lissorgues
1987b, sin paginación). Su intención es ética y didáctica. Martínez Cachero aduce la opinión
de Antonio Sotillo que piensa que el autor de La Regenta quiere salvar al lector. Le muestra la
variante mala de la vida en Vetusta, donde vive la gente hipócrita manipulada por la Iglesia.
Ya al principio de la novela el narrador describe al Magistral irónicamente. Descubre
su carácter real. La condena de Fermín por el narrador es, a la vez, la condena del
comportamiento de la Iglesia. Fermín es su principal representante. Al principio de la
narración Fermín observa Vetusta desde la torre de la catedral. Kronik destaca la dirección de
su mirada. El Magistral mira desde arriba. Es sintomático que él mismo es descrito por el
narrador desde abajo. Ambas miradas, la mirada de Fermín desde arriba y la mirada del
narrador desde abajo, tienen un significado simbólico. Fermín observa la vida debajo de la
catedral con orgullo y desprecio. La mirada del narrador desde abajo es una señal para el
lector al cual el narrador descubre el carácter bajo de Fermín, que es contrario a la posición
que tiene en la Iglesia. La torre de la catedral es posible comprenderla como una referencia a
la torre de Babel. Esta torre tiene origen en el orgullo de la Iglesia, que piensa que es la única
que tiene derecho a la explicación de Dios. Se mueve dentro de ella un cura que desprecia a
los creyentes. La catedral y la Iglesia son mediadores prescindibles entre Dios y la gente, que
para Fermín se trata más bien de súbditos.
La Regenta es una novela cíclica. Esto significa que al final la narración vuelve al
punto de salida. Este círculo cerrado corresponde a la novela naturalista. El estado de Ana es
al final de la novela todavía peor que al principio. Sin embargo, los procedimientos utilizados
al principio y al final de esta obra advierten de las opiniones subjetivas del narrador. Estos
mismos procedimientos alejan la obra del naturalismo de origen francés. Por eso es posible
conocer la opinión de Alas sobre el mundo mediante la comparación del comienzo con el final
de La Regenta.
El momento positivo del final de la novela lo encontramos sin embargo cuando Ana
conoce que se equivocó con el Magistral y con la Iglesia. La Iglesia crea la realidad social,
con la cual Ana lucha con todas sus fuerzas. Ana sobrevive al conflicto con la Iglesia: se trata
de otro momento positivo del final de la novela. Fermín piensa matar a Ana porque ella se
atreve a pedirle la confesión después de «traicionarle» con Mesía. La actuación de Fermín
simboliza el fallo absoluto de la Iglesia, la incapacidad de ayudar al prójimo. El representante
eclesiástico prefiere, al contrario, la venganza, el egoísmo y las pasiones bajas. Al final de la
novela Ana acude a él para confesarse y, por segunda vez, es rechazada. Así ocurrió al
comienzo de la novela por primera vez. Después de tres años, cuando es rechazada por
segunda vez la situación es sin embargo radicalmente diferente. Mientras que al comienzo de
la novela Fermín trata a Ana honestamente, al final del relato manifiesta su carácter real, que
es egoísta y rencoroso.
En la composición cíclica de la narración está presente la comparación del
comportamiento de Fermín. Sobresale en ella la transformación, la gradación del mal en sus
adentros. El narrador informa al lector durante toda la novela sobre la mala naturaleza de
Fermín. El narrador introduce su opinión sobre Fermín también en el punto de vista de Ana.
Cuando Ana y Petra vuelven de la primera confesión y la primera de ellas se siente 
entusiasmada al pensar erróneamente que encuentra en Fermín un amigo espiritual, el
narrador sitúa en el campo visual de Ana como símbolo del mal a un sapo. El lector logra
explicar el significado de esta señal profundamente desde su omniscencia y a diferencia de
Ana, que no conoce la índole real de la realidad que la rodea.(72) Mientras Ana sueña con la fe,
que desea lograr con la ayuda de Fermín, el narrador anuncia al lector muy críticamente cómo
Petra vive las pasiones bajas con su amante en el molino. La oscura parte de la escena
descubre el carácter real del mundo sobre el cual Ana se hace incorrectas ilusiones. El papel
del personaje de Petra es más tarde fundamental porque seduce al Magistral. Ana también de
eso no tiene ni idea. Las esperanzas ilusas de Ana son importantes para el narrador al
condenar a Fermín, pues crean el contraste hacia su corrupción y hacia la corrupción de la
Iglesia. El sapo en la historia funciona como una clara referencia del narrador al mal carácter
de Fermín.
De manera semejante el narrador critica al personaje de Fermín al colocar en su
cercanía al personaje del adolescente acólito Celedonio. Este personaje aparece solo al
principio y al final de la novela. Celedonio es un doble de Fermín.(73) El narrador caracteriza a
Celedonio como al hombre que tiene repugnante el cuerpo y el alma. Celedonio transparenta
el carácter de Fermín, al cual este cura oculta ante la gente detrás de la bella fisionomía, pero
al final de la novela no le logra ocultar ante Ana. Celedonio es la realización de la perversa
alma del Magistral. Al comienzo de la novela Celedonio se acerca al anteojo de Fermín e
igual que este observa desde arriba a la guapa Ana Ozores. Al comienzo de la novela Ana se
mantiene a una mayor distancia de la repugnante influencia de la Iglesia: Ana no sabe que es
víctima de sus intrigas y de los planes de Fermín para el ascenso social. Al final de la novela
Celedonio también mira a Ana desde arriba, pero esta vez la ve en la inmediata cercanía.
Celedonio besa los labios de la desemparada Ana a la que Fermín asusta con su agresión y su
crueldad.(74) Hace lo que no logró Fermín con sus aspiraciones respecto a Ana. Su beso corona
la insistencia del narrador sobre la base pervertida de la Iglesia. De nuevo vuelve el motivo
del sapo, que constituye el símbolo del mal. El narrador anuncia al lector que el beso de
Celedonio sugiere a Ana el vientre pegajoso del sapo.(75) Esta escena es la representación
simbólica del ambiente social en el cual Ana se encuentra. Sus deseos personales, por muy
puros y esperanzadores que sean, no se pueden realizar, porque para la sociedad a la que rige
la Iglesia no son válidos. La Iglesia y los curas, según el narrador, no son capaces de ser
mediadores entre los creyentes y Dios, por eso su existencia es inútil. El narrador critica «el
culto externo» que no tiene contenido y que la Iglesia finge. No se trata del camino hacia la
fe, sino de una dominación de la sociedad por parte de la Iglesia. La oposición del mero
fingimiento de la importancia espiritual y la oposición de la manipulación es la personalidad
de Jesucristo. Cristo es testigo del encuentro de Ana y Fermín al final de la novela. Según las
palabras de Kronik, Jesucristo está animado y observa la tragedia. El personaje de Fermín está
planteado en contraste con Jesucristo.76 Fermín no es mediador entre Ana y Cristo; por el
contrario, se parece al diablo. La conclusión de la novela plantea más modos de explicación.
Es posible percibir el conflicto entre Ana y Fermín como la conclusión naturalista del
narrador, en el cual Dios no ofrece a la mujer creyente ninguna ayuda. Sin embargo, la
presencia de Cristo indica una interpretación distinta. Cristo al final de la novela se entiende
en relación a las opiniones religiosas de «Clarín». Cristo es para «Clarín» el ejemplo del
comportamiento cristiano. Ana se queda sola sin ayuda de los representantes eclesiásticos que
la destruyen hasta el último momento de su visita a la catedral, pero no es abandonada por
Cristo. La referencia de Cristo queda vigente, aunque el clero la ignora. El amigo familiar
atiende a Ana con ingenuidad y su cuidado es la demostración de la real misericordia
cristiana. El narrador de La Regenta tiende a ser anticlerical, porque condena a todas las capas
de la jerarquía eclesiástica y asume la actitud religiosa del autor de la novela. 



60 Oleza Simó dice sobre el naturalismo español: «No se acepta, sin más, el zolaísmo, sino que se trata a llegar a una fórmula superadora que integre la ―materia‖ y el ―ideal‖» (Oleza Simó 1976, 28).
61
Oleza Simó habla sobre el valor simbólico de los personajes. «De ahí que todo lo humano tenga una trascendencia significativa, que un objeto o un personaje no sean sólo tales, sino símbolos de algo que está más allá de ellos» (Oleza Simó 1976, 24).
62 Según Oleza Simó existen tres fases del realismo español: una primera fase llamada realismo español, que data de los años setenta del siglo XIX; la segunda, representada por el naturalismo español, tiene lugar alrededor del año 1880; por último, la tercera fase denominada realismo espiritualista, característica de los años noventa del siglo XIX.
63 Oleza Simó escribe: «La aparición del realismo en España es inseparable de la novela tendenciosa (en cuanto que se enfoca la realidad desde una determinada postura politico-moral) y, más tarde de la novela de tesis (en cuanto que el enfoque se hace explícito y la novela entera se destina a demostrar algún a priori)» (Oleza Simó 1976, 22).
64 Oleza Simó habla así sobre los autores anticlericales: «Los escritores liberales no atacan la religión, sino el simulacro de vida religiosa, la hipocresía, la utilización de la religión por las fuerzas inmovilistas. Los católicos de sus novelas carecen de amplitud de miras y del sentido de la caridad» (Oleza Simó 1976, 24).
65 Rubio Cremades caracteriza así al narrador de La Regenta: «La voz del narrador nos da una ilusión de narrador omnisciente que se comporta como si fuera un ser superior a sus creaciones ficcionales» (Karanović 2012, 153).
66 Rutherford describe así al narrador de La Regenta: «Así intentaré seguir haciendo al examinar ese personaje de La Regenta de presencia fuerte aunque medio escondida que es el narrador. Este habla en tercera persona, no se nombra; pero no por eso tiene una personalidad menos marcada» (Rutherford 1988, 76).
67 Rosso Gallo menciona el carácter autentificador del narrador: «Podemos, además, reconocer una función autentificadora (cf. Doležel 1980), por la que el narrador se manifiesta como depositario de la verdad, en condición ya de ratificar la afirmación de un personaje (según la formulación canónica ―Y era verdad‖ seguida de un comentario autorial, ej. XII: 547), ya de desmentirla (―La verdad era que...‖, ej. XII: 536) o de rectificarla (ej. ―El Arcipreste olvidaba de buena fe que... ‖, II: 190)» (Rosso Gallo 2001, sin paginación).
68 Rutherford aporta el ejemplo de la ironía de la novela de «Clarín». Se trata del eufemismo «Hablaron» (LR- II 2009, 469) con el cual el narrador insinúa el pecado de Fermín de Pas con Petra en la cabaña en el bosque.
Rutherford describe así este eufemismo: «Esta palabra aislada —su mismo aislamiento la realza— no es solamente una narración de lo entonces innarrable, sino también toda una condena ricamente cómica, pero no por eso menos devastadora, de la fría insinceridad y calculadora complicidad del cura y la criada (Rutherford 1988, 82).
69 Cuando el narrador describe a Ronzal, trata de captar objetivamente todos los rasgos de su fisionomía. No logra ocultar su opinión subjetiva sobre Ronzal. «Hablar con Ronzal, verle a él animado, decidor, disparatando con gran energía y entusiasmo, y notar que sus ojos no se movían, ni expresaban nada de aquello, sino que miraban fijos con el pasmo y la desconfianza de los animales del monte daba escalofríos» (LR-I 2012, 345). Revela que Ronzal miente y al mismo tiempo hace de su defecto algo venerable. «Siempre llevaba guantes [...].Para él siempre había el guante sido el distintivo de la finura, como decía, del señorío, según decía también. Además, le sudaban las manos» (LR-I 2012, 345-346). 
70 El narrador, y también la estrategia del autor, se descubre en esta fórmula que interrumpe la narración: «Pero de esta tertulia de última hora tendremos que hablar más adelante, porque a ella asistían personajes importantes de esta historia» (LR-I 2012, 337).
71 Lissorgues piensa por esta razón que: «el estudio de lo que se censura y de la manera de censurar permite deducir, hasta cierto punto, el ideario moral, y los valores religiosos del autor» (Lissorgues 1987b, sin paginación).
72 Rodríguez Puértolas busca los rasgos de la literatura gótica en La Regenta. Fermín tiene los ojos de color verde y precisamente este color es simbólico porque «el color verde de los ojos se relaciona con el mal y sus criaturas, con la seducción» (Rodríguez Puértolas 2001, sin paginación). Se puede relacionar el color verde de los ojos también con los ojos de las serpientes y de los sapos. Kronik escribe que el sapo, que aparece muy a menudo durante toda la novela, es un símbolo del mal. El sapo aparece cuando Ana, después de confesarse con Fermín, pasea con Petra por los prados alrededor de Vetusta hacia la fuente Mari-Pepa. Cuando Ana está sola y ya anochece, ve cerca de sí un sapo. Ana teme a este sapo y llama a su criada Petra: «Un sapo en cuclillas miraba a la Regenta encaramado en una raíz gruesa, que salía de la tierra como una garra. Lo tenía a un palmo de su
vestido. Ana dio un grito, tuvo miedo. Se le figuró que aquel sapo había estado oyéndola pensar y se burlaba de sus ilusiones» (LR-I 2012, 429). Kronik describe de este modo la escena: «La reacción de Ana y la atribución de capacidades ocultas y motivos funestos al sapo convierten al inocente animal en monstruo sonriente, símbolo gráfico de lo grotesco. Por esto y por su colocación en una raíz metafóricamente transformada en amaneza, el sapo se separa de las atracciones que Ana descubre en la naturaleza y se sitúa en la conciencia del lector con todo su arraigo mítico y como motivo diábolico» (Kronik 1987, 523).
73 Kronik opina que «Celedonio, unido con el Magistral en su verde viscosidad, es el doble de don Fermín» (Kronik 1987, 523).
74 Este momento es una crítica aguda a la hipocresía de la Iglesia. No solo su representante besa a la mujer, sino que además besa a la mujer enferma que no se puede defender.
75 El narrador no oculta su opinión sobre Celedonio: «Celedonio sintió un deseo miserable, una perversión de la perversión de su lascivia: y por gozar un placer extraño, o por probar si lo gozaba, inclinó el rostro asqueroso sobre el de la Regenta y le besó los labios» (LR-II 2009, 598). Ana percibe el beso de Celedonio de manera siguiente: «Había creído sentir [Ana] sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo» (LR-II 2009, 598). 
76 La figura animada de Cristo expresa con su reacción el interés por el destino de Ana. En la descripción del narrador la reacción de Cristo es interpretada como el desacuerdo con la situación dramática: «Jesús de talla, con los labios entreabiertos y la mirada de cristal fija, parecía dominado por el espanto, como si esperase una escena
trágica inminente» (LR-II 2009, 597).


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