3. - El Naturalismo

El Naturalismo francés fue una corriente que, basándose en el positivismo filosófico y en las teorías científico-médicas, tendía a otorgar una importancia absoluta al determinismo de la herencia biológica y del medio ambiente sobre los personajes de la novela. El novelista Émile Zola fue su principal representante y teorizador, junto con el crítico Hippolyte Taine. Ambos admitían que el Naturalismo era en realidad una evolución de la novela realista y consideraban a Balzac como su gran maestro. Zola definió el concepto en el prólogo de su novela "Therèse Raquin" (1867), y más tarde lo amplió en "Le roman experimental" (1875) y en las recopilaciones de artículos "Le naturalisme au théâtre" y "Les romanciers naturalistes", ambos de 1881. 

La novela, según Zola, debía constituir una especie de experimento científico para el cual se necesitaba: 

a) Recoger todos los datos de la realidad, por desagradables que fuesen.

b) Formular una hipótesis o varias hipótesis.

c) Anotar los resultados de la comprobación de dicha hipótesis.

De esta manera, la novela así elaborada tendrá como función analizar un temperamento según sus características hereditarias y ambientales, sin que el análisis sea retocado (ni atenuado ni exagerado) por el autor. Los personajes y ambientes serán presentados conjuntamente porque, para el naturalismo, el ser humano es causa y efecto de la sociedad. El novelista se limitará a hacer evidentes las "enfermedades" del individuo y de la sociedad para que los lectores puedan extraer sus propias conclusiones. 

En España, los debates sobre la nueva doctrina, el naturalismo, fueron frecuentes en esos años (1880-1890) en la sociedad ilustrada. Desde los realizados en el Ateneo madrileño a principios de los años ochenta hasta los artículos de Leopoldo Alas "Clarín" en La Diana (1882), pasando por los polémicos artículos de Emilia Pardo Bazán, reunidos en un libro con prólogo de Clarín, La cuestión palpitante (1882-83), el naturalismo se convierte en motivo frecuente de discusión ideológica y estética. Pardo Bazán, por ejemplo, defendía la técnica literaria naturalista, pero rechazó sus bases teóricas cientificistas, ya que se oponían a la doctrina católica (el catolicismo defiende que, a pesar de las presiones genéticas o ambientales, la persona siempre es libre para elegir entre el bien y el mal). Para la autora gallega, el naturalismo era un movimiento pretenciosamente pseudocientífico basado en la aplicación de un restringido concepto de determinismo a la conducta humana, con una deplorable tendencia a recalcar lo sórdido, lo feo y lo proletario. Ella prefiere el realismo, entendido como "una teoría más ancha, completa y perfecta que el naturalismo". En el realismo ella veía con alivio la posibilidad de hallar un equilibrio entre los indecorosos excesos del naturalismo y la embellecida artificialidad del idealismo. Sobre todo, ella defendía el realismo "a la española" de Galdós y de Pereda. No sorprende que Zola mismo se separara inmediatamente de la posición de la escritora gallega: cuando cuatro años más tarde publicó La terre, la Pardo Bazán se quedó horrorizada, mostrando así lo superficiales que eran sus simpatías naturalistas. 

Por su parte, Clarín criticó a Zola por querer confundir el arte con la ciencia:

"No irá el arte a confundirse con la ciencia, pues aunque la verdad debe ser la aspiración de ambos, siempre será la ciencia actividad para el conocer, la del pensamiento y no más; y el arte, actividad en que el sentimiento interviene y predomina". Pero desde el primer momento advierte la transcendencia que dichas doctrinas tendrían para la novela en España y así lo refleja en los dos artículos que dedica a La desheredada (1881) de Galdós, considerados el "manifiesto del naturalismo en España". Allí apuntaba el acierto de Galdós al construir una novela muy acorde con los principios del naturalismo, del que el propio Clarín decía: "El Naturalismo como escuela exclusiva, de dogma cerrado, yo no lo admito; yo no soy más que un oportunista del naturalismo: creo que es una etapa propia de la literatura actual; creo que es la manera adecuada a nuestra vida y nuestra cultura presente; creo asimismo que de él quedará mucho para siempre, como para siempre ha quedado el ideal de la corrección clásica y de la libertad racional del romanticismo; pero que tiene también elementos puramente históricos, que desaparecerán con las circunstancias que los trajeron", en definitiva, lo que no admitía Clarín (ni los demás novelistas españoles) de los postulados naturalistas era el determinismo filosófico, que refleja Zola en Le Roman Experimental.

Más allá de la polémica, lo cierto es que el naturalismo francés, con algunas limitaciones sobre el determinismo filosófico, que no fue nunca aceptado en España, vino a enriquecer la producción narrativa de la que podríamos llamar la década prodigiosa de la novela española decimonónica. Los títulos que aparecieron entre 1881 y 1887 así lo avalan: "La desheredada" (1881), "Tormento" y "La de Bringas" (1884), "Lo prohibido" (1885) y "Fortunata y Jacinta" (1887), de Benito Pérez Galdós; "Un viaje de novios" (1881), "La Tribuna" (1883), "El Cisne de Vilamorta" (1887), "Los Pazos de Ulloa" (1886) y "La madre Naturaleza" (1887), de Emilia Pardo Bazán; además de, sin duda, la mejor novela de este período, "La Regenta" (1884-1885), de Leopoldo Alas "Clarín"; y "Marta y María" (1883) de Armando Palacio Valdés. Este elenco de novelas siguen la estela de las mejores obras de Balzac, Émile Zola o los hermanos Goncourt, y evidencian la importancia del realismo y el naturalismo como la fase más fecunda en la novela española decimonónica. 

Por otra parte, hay que reseñar que en Cataluña los críticos literarios Josep Yxart y Joan Sardà se encargaron de divulgar las teorías naturalistas ya desde 1881, aunque ellos fueran más partidarios de una línea moderada, más próxima al realismo de Flaubert o Balzac que al determinismo de Zola. El gran representante del naturalismo catalán fue el novelista Narcís Oller, con obras como "L'escanyapobres" (1884), "La febre d'or" (1890-1892)