1. La novela picaresca

La palabra "pícaro", cuya etimología es todavía incierta*, se encuentra por primera vez en un texto de 1525, donde significa "marmitón" (joven ayudante de cocina), aunque en 1545 ya connotaba deshonestidad. El pícaro típico en literatura es un hombre sin escrúpulos y parásito, pero no suele ser violento: es un descarriado que busca siempre la ventaja fácil, y siempre intenta evadirse de la responsabilidad. El pícaro suele denominar a un joven que se gana la vida con oficios diversos y no siempre honrados.

(*) El lingüista catalán Joan Coromines opinaba que probablemente la palabra provenga del verbo picar, que en cierta época denotaba varias de las tareas desempeñadas por estos personajes, tales como pinche de cocina y picador de toros.

Aunque es habitual incluir el Lazarillo de Tormes en el género, en realidad el primer personaje literario que fue llamado pícaro por su autor es Guzmán de Alfarache. El auge del pícaro en la novela nació de hecho por la publicación de la primera parte de Guzmán de Alfarache (1599), de Mateo Alemán, cuyo éxito entre el público queda patente por la publicación en 1602 de una segunda parte por un tal "Mateo Luján de Saavedra" (seudónimo del abogado valenciano Juan Martí). En los 50 años posteriores apareció un gran número de obras picarescas que contribuían con sus variantes al tema de la pillería o de la delincuencia: por ejemplo, Relaciones de la vida del escudero Marcos de Obregón, de Vicente Espinel (1618), Alonso, mozo de muchos amos, de Jerónimo de Alcalá Yáñez y Ribera (1626), e incluso una Segunda parte de la vida de Lazarillo de Tormes, de Juan de Luna (1620), que en su prólogo lanza un tremendo ataque contra la tiranía de la Inquisición. Sin embargo, el valor literario de todas estas obras es discutible, y no alcanzan ni mucho menos la excelencia de sus dos primeros modelos. Habrá que esperar hasta la publicación de La vida del Buscón, de Francisco de Quevedo, en 1626, para encontrar un texto que se pueda parangonar a sus dos ilustres precedentes.

Sin embargo, el cauce literario abierto por el Lazarillo en 1554 no se detuvo aquí. El mismo Cervantes adaptó el género en su breve novela Rinconete y Cortadillo, incluida en las Novelas ejemplares (1613). Y lo cierto es que el Lazarillo de Tormes inaugura, junto con la Celestina, el camino hacia la novela moderna, cuyas bases quedarán sentadas un siglo después con el Quijote, donde el rastro de la novela picaresca se muestra en numerosos episodios: la historia de los galeotes y su liberación, el personaje de Ginés de Pasamonte (un reo que presume de estar escribiendo un libro autobiográfico mucho mejor que el Lazarillo), el manteo de Sancho, la aventura de Rocinante y las yeguas, la aventura de los batanes, la presencia de Maritornes, etc. etc.

La mayoría de las novelas picarescas, siguiendo el modelo del Lazarillo y del Guzmán de Alfarache, fueron escritas en forma de autobiografía. Dicho esto, debe añadirse que la picaresca no constituye un género claramente definido; las diferencias de forma y de intención son grandes: el propósito de Quevedo no era el mismo que el de Mateo Alemán. Además, a medida que el género se fue desarrollando, aparecieron nuevos elementos, como las protagonistas femeninas que conectaban con la tradición celestinesca al combinar en sus oficios el de alcahueta y prostituta, como en La hija de la Celestina, de Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo (1612). Aunque en realidad, el Lazarillo ya recogía motivos literarios y usos lingüísticos o expresiones de La Celestina (estudiados por Rosa Navarro Durán en 2003).

  • El protagonista es un pícaro, de muy bajo rango social o estamento y descendiente de padres sin honor, abiertamente marginales o delincuentes. Perfilándose como un antihéroe, resulta un antípoda al verdadero ideal caballeresco que ya no existe en la sociedad contemporánea (siglo XVI). Su aspiración es mejorar su condición social, pero para ello recurre a su astucia y a procedimientos ilegítimos como el engaño y la estafa. Vive al margen de los códigos de honra propios de las clases altas de la sociedad de su época y su libertad es su gran bien, pero también posee una frecuente mala conciencia que, por ejemplo en Guzmán de Alfarache, se extiende a lo largo de páginas y más páginas de consideraciones éticas, morales y religiosas.
  • Estructura de falsa autobiografía. La novela está narrada en primera persona como si el protagonista, un pecador arrepentido y antihéroe, fuera el autor y narrara sus propias aventuras con la intención de moralizar, empezando por su genealogía, antagónica a lo que se supone es la estirpe de un caballero. El pícaro aparece en la novela desde una doble perspectiva: como autor y como actor. Como autor se sitúa en un tiempo presente que mira hacia su pasado y narra una acción cuyo desenlace conoce de antemano.
  • Determinismo. Aunque el pícaro intenta mejorar de condición social, fracasa siempre y nunca dejará de ser un pícaro. Por eso, la estructura de la novela picaresca es normalmente abierta. Las aventuras que se narran podrían continuarse indefinidamente para sugerir que no hay evolución posible que pueda cambiar el signo de dicha historia. Este paradigma, al que apela Lázaro para justificar sus propios errores y ganarse la simpatía del lector en La vida de Lazarillo de Tormes, fue contestado por Mateo Alemán, Francisco de Quevedo, Miguel de Cervantes y otros autores de narraciones picarescas en años posteriores, puesto que contravenía la doctrina católica del libre albedrío tan importante en la Contrarreforma.
  • Ideología moralizante y pesimista. Cada novela picaresca está narrada desde una perspectiva final de desengaño; vendría a ser un gran «ejemplo» de conducta aberrante que, sistemáticamente, resulta castigada. La picaresca está muy influida por la retórica sacra de la época, basada en muchos casos, en la predicación de «ejemplos», en los que se narra la conducta descarriada de un individuo que, finalmente, es castigado o se arrepiente.
  • Intención satírica y estructura itinerante. La sociedad es criticada en todas sus capas, a través de las cuales deambula el protagonista en una estructura itinerante en la que se pone al servicio cada vez de un elemento representativo de cada una (fraile, soldado, hidalgo, etc.). De ese modo el pícaro asiste como espectador privilegiado a la hipocresía que representa cada uno de sus poderosos dueños, a los que critica desde su condición de desheredado porque no dan ejemplo de lo que deberían ser.
  • Realismo, incluso naturalismo [realismo extremo] al describir algunos de los aspectos más desagradables de la realidad, que nunca se presentará como idealizada sino como burla o desengaño, pintando la vida cotidiana de la manera más cruda y a la vez humorística.

(J.M. Marín Martínez, La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades, Edelvives, 2004).

El relato en primera persona y las obras en forma de diálogo cobraron relevancia en la época del Lazarillo y pudieron influir en su composición, que se basa en el desfile de personajes de distintos estados (en su mayoría relacionados con la Iglesia) ante los ojos del mozo que los sirve. Respecto a la forma autobiográfica, en castellano existía el precioso antecedente del Libro de Buen Amor (1343) del Arcipreste de Hita, cuyo hilo conductor lo constituye el relato de la autobiografía ficticia del autor. Más adelante, a principios del siglo XVI, se empiezan a traducir al español las obras de los autores greco-romanos del siglo II d.C. Luciano de Samóstata y Apuleyo, autores de diálogos satíricos y morales en los que se desacredita todo tipo de creencia filosófica y religiosa y en los que sus protagonistas transitan por diversos amos y disparatadas aventuras. 

Entre las obras que siguieron esta línea, pero ya escritas en castellano, conviene mencionar el Baldo, el Diálogo de las transformaciones y el Crotalón, todas de mediados del s. XVI. En El Crotalón, por ejemplo, un gallo cuenta a su dueño la vida que ha llevado en los diferentes cuerpos en que se ha encarnado; se trata de un pretexto para repasar -y criticar- los distintos estamentos sociales.

En el Baldo, uno de los personajes (Cíngar) se apresta a contar toda su vida: hijo de un ladrón y de una mesonera, Cíngar se propone imitar a sus progenitores "solamente en el hurto": hasta los doce años comete pequeños robos en su pueblo; durante cinco años sirve a un ciego, a cuyo lado perfecciona sus "malas mañas"; de camino a Roma, topa con otro ciego, a quien sigue para robarle la "avara talega" en un lugar apartado. Son todas ellas, como puede verse, circunstancias en más de un punto afines a las de Lázaro.

Una procesión más amplia pero con la misma intención satírica surge en el Diálogo de Mercurio y Carón de Alfonso de Valdés, que ya denunciaba las actitudes extravertidas de los eclesiásticos (un predicador, un cardenal, un sacerdote, un teólogo...) en el mundo civil. De hecho, como se verá más adelante, hay estudiosos que adjudican a Alfonso de Valdés la autoría del Lazarillo de Tormes

Por otra parte, el Lazarillo integra motivos, tipos y sucesos fáciles de rastrear en la literatura y la cultura folclórica. El joven mozo acompañante de un ciego bribón aparece en obras francesas medievales y en textos españoles del Renacimiento, como en la colección Dichos graciosos de españoles (1540). Asimismo, la obra responde a la realidad de su tiempo, porque se conservan varios documentos del siglo XVI que muestran cómo se contrataban jóvenes acompañantes de ciegos, quienes se comprometían a darles vestido y alimento. También refleja el contexto social la figura del empobrecido hidalgo sin apenas nada para comer que aparece en el Tratado 3º.

Desde finales del s. XVI y durante el XVII, con la decadencia española, sólo una minoría de nobles -los Grandes con título- podían mantener una condición social y económica distinguida. En cambio, la situación del hidalgo es cada vez más crítica, apareciendo con frecuencia en ellos el calificativo de "pobre" o "mendigo", junto al de "exento" (de pago de ciertos tributos). Carente de medios propios, se obstina en mantener su honor y orgullo de casta y los privilegios que ésto le reporta. Enemigo del trabajo manual, prefiere vivir como un mendigo a perder su condición. Viendo menguar su antigua capacidad adquisitiva, el hidalgo se aferra a sus blasones y da lugar a un tipo bastante común de hidalgo ocioso y hambriento, eterno pretendiente y acosador de ministros, intentando siempre exteriorizar lo que en realidad no poseen.


Otro personaje a considerar es el fraile de la Merced (Tratado 4º), quien recoge una larga tradición literaria de frailes lujuriosos que no se regían por el debido voto de castidad (podemos recordar, en el siglo XIV, los clérigos de Talavera del Libro de Buen Amor y en el mismo siglo XVI los clientes de la prostituta que protagoniza el relato de Francisco Delicado La Lozana andaluza). También podemos citar al buldero (Tratado 5º), oficio que era muy corriente en el Renacimiento, consistente en otorgar bulas (privilegios, perdón de los pecados) a cambio de dinero. Evidentemente, quienes solían practicar la buldería eran funcionarios al servicio de la Iglesia católica. El buldero fue el quinto amo de Lázaro, y según este, era "el más desvergonzado  y más falso que Lázaro había conocido jamás". El modelo para esta figura social del buldero hay que ir a buscarlo a una obra italiana, el Novellino de Masuccio, que es, según Rosa Navarro Durán, la fuente del tratado quinto del Lazarillo y el relato que proporciona al autor del Lazarillo la estructura principal de su obra. El centro del relato de Masuccio es una reliquia, que es lo que da de comer al clérigo que la muestra; en el Lazarillo, es la venta de bulas.

En cuanto al contexto histórico de la novela picaresca, hay que remitirse a las condiciones sociales de España en los siglos XVI y XVII: el fuerte contraste de valores entre los distintos estamentos sociales de la época generó, como respuesta irónica, unas llamadas «antinovelas» de carácter antiheroico, mostrando lo sórdido del momento histórico: las pretensiones de los hidalgos empobrecidos, los miserables desheredados, los falsos religiosos y los (judíos) conversos marginados. Todos estos se contraponían a los caballeros y burgueses enriquecidos que vivían en otra realidad, sin duda más amable. En este sentido, la novela picaresca es un género que nos da una visión satírica de la dureza, con frecuencia horrorosa, de la vida diaria para la mayoría de la población española, que veía como la plata que venía de América se dedicaba a pagar gastos de guerra (especialmente en Europa), y cómo la Corona tenía que recurrir a numerosos préstamos de banqueros alemanes y genoveses, lo que comprometió e hipotecó gravemente el futuro económico de sus reinos.

La vida de Guzmán de Alfarache, atalaya de la vida humana, del autor sevillano Mateo Alemán, fue concebida como un relato único, aunque se publicó en dos partes (1599 y 1604). El mejor sumario de su contenido es la propia "Declaración" con que el autor presenta su libro:

"Guzmán de Alfarache, nuestro pícaro, habiendo sido muy buen estudiante, latino, retórico y griego, como diremos en esta primera parte, después dando la vuelta de Italia en España, pasó adelante con sus estudios, con ánimo de profesar el estado de la religión; mas por volverse a los vicios los dejó, habiendo cursado algunos años en ellos. Él mismo escribe su vida desde las galeras, donde queda forzado al remo por delitos que cometió, habiendo sido ladrón famosísimo, como largamente lo verás en la segunda parte."


La obra es la narración que hace Guzmán de sus escapadas junto con su comentario moral sobre ellas, de manera que se nos da una doble visión de la peripecia. El comentario moral es parte íntegra de la obra tal como fue proyectada desde el principio, porque el Guzmán no es en su esencia una obra de entretenimiento. El libro es un sermón moralizante dirigido a un mundo pecador, y como tal fue leído en su época. De hecho, Guzmán de Alfarache alcanzó una popularidad inmensa: fue una de las obras más reeditadas y traducidas del siglo XVII. 

El Guzmán asienta las características que va a tener el género picaresco, muchas de ellas tomadas del Lazarillo de Tormes. Así sucede con el carácter del protagonista, un antihéroe cuyos orígenes están presididos por la infamia y que sale de su hogar para servir a muchos amos en una estructura itinerante de episodios en sarta. Desde su madurez, relata su autobiografía retrospectivamente como justificación de su momento presente (en el caso de Guzmán, un condenado a galeras). 

En realidad, el Lazarillo da comienzo al género de la novela picaresca porque está narrado en primera persona y Lázaro va de amo en amo, pero esto no define la figura del pícaro, sino solo un modelo narrativo que luego se asienta con el Guzmán de Alfarache, novela que se conoció desde su aparición como El Pícaro.


Sin embargo, también hay sutiles diferencias con el Lazarillo. Si aquel había llegado a una irónica «cumbre de toda buena fortuna» en su oficio de pregonero, Guzmán contempla su vida pasada y el mundo en el que le ha tocado vivir desde «la cumbre del monte de las miserias» que es para él la «atalaya de la vida humana» desde la que narra y moraliza como ejemplo de lo que no debe ser una vida cristiana. De este modo, la narración se concibe como una confesión general, y pese a toda la malignidad con que se conducen los hombres, siempre queda la posibilidad del arrepentimiento, que Guzmán hace efectivo al final de la obra.

Pero la novela es más que una confesión personal. Es un diagnóstico del estado decadente de la sociedad española de su tiempo, de la corrupción y de cómo el imperio del engaño está instalado en el mundo y, en cierta medida, una denuncia de ese  statu quo con propósitos reformadores. El libro de Mateo Alemán constituye una exposición de los ideales didácticos de la Contrarreforma, y una encarnación de lo que ésta opina del ser humano. La médula de la obra es el concepto de culpa original, ilustrada abundantemente con ejemplos de flaqueza moral e infamia.

Por tanto, y contemplada desde un punto de vista estrictamente contemporáneo a la época en que se escribió, el Guzmán es una sátira moral ex contrario (propone un ejemplo de lo que no se debe seguir) y hunde sus raíces en la literatura didáctica que combina el entretenimiento con el provecho, y que se cifra en las enseñanzas de filosofía moral que se desprenden de los comentarios del narrador adulto.

Finalmente, hay que consignar que, antes de ser publicada la segunda parte (la verdadera), apareció una Segunda parte del Guzmán de Alfarache, un texto apócrifo atribuido al escritor valenciano Juan Martí, quien la publicó en 1602 bajo el seudónimo de Mateo Luján de Sayavedra y que estudios recientes han atribuido en realidad al impresor Juan Felipe Mey.

La Historia de la vida del buscón llamado don Pablos, de Francisco de Quevedo, fue publicada en Zaragoza en 1626. Es muy probable que Quevedo se sintiera estimulado por la lectura del Guzmán de Alfarache (recordemos, publicado en 1604). En realidad, Quevedo nunca reconoció haber escrito El Buscón, probablemente para esquivar problemas con la Inquisición. Se divulgó, como otros ejemplos de literatura clandestina, en copias manuscritas. 

El Buscón es un relato de la peripecia vital del pícaro don Pablos de Segovia, desde su infancia a la proyectada fuga a Indias (América) con que termina la obra. Entre estos dos polos se sitúa una serie de aventuras, casi siempre catastróficas para el personaje, que fracasa constantemente en su búsqueda de estabilidad económica y social, y cuyos fingimientos de nobleza son desenmascarados sin cesar.

Argumento: Desde su temprana infancia, hijo de ladrón y hechicera, don Pablos sólo conoce la humillación, el hambre y las penalidades. Las burlas en la Universidad de Alcalá dominan el Libro I, en el que Pablos aprende también a navegar en el mundo inmisericorde que le rodea, y se inicia en los menesteres de la picardía estudiantil. El núcleo del Libro II es la reunión con su tío verdugo, que le guarda la herencia paterna. A la vuelta de su estancia en Segovia, donde el tío narra al pícaro la ignominiosa muerte del padre y donde asiste a un grotesco banquete, topa con el hidalgo don Toribio, que lo introduce en la vida buscona de la corte. El Libro III y último se centra en las peripecias de Pablos como falso noble en diversas facetas, que está a punto de casarse con una damisela para ser al fin desenmascarado por su antiguo amo don Diego. Arrojado definitivamente del universo de la nobleza a la que intentaba escalar fraudulentamente, se hace cómico (otro oficio infame de pésima consideración social) y se amanceba con una mujer (la Grajales) para terminar este tramo de su vida con un turbio incidente callejero en el que muere una persona. A raíz de ello surge el proyecto de huir a las Indias con la Grajales para intentar un cambio de vida que se anuncia igualmente improbable. En efecto, la novela concluye diciendo que no le fue mejor allí: "pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres".


Las ambiciones inmorales de Pablos le llevan a castigo tras castigo a partir de su marcha a Madrid. En lugar de elevarse en el mundo, desciende a profundidades cada vez mayores hasta que al final va a parar al mismo fondo de la sociedad. De hecho, la sucesión del relato obedece a un orden lineal, como es habitual en el género picaresco, y los episodios principales responden igualmente al esquema conocido: genealogía e infancia, formación y educación, una etapa -breve en este caso- al servicio de un amo, viajes que permiten al pícaro entrar en contacto con otras figuras de la sociedad o la literatura coetánea, pintura grotesca del ambiente de la corte en que se mueven las andanzas de Pablos, castigos parciales y fracaso final.

Es evidente la intención didáctica del libro, como también la voluntad de Quevedo de emular en su obra al Lazarillo de Tormes. Del Lazarillo retiene la forma autobiográfica y la ficción epistolar, ya que el protagonista se dirige a una señora («Yo, Señora, soy de Segovia; mi padre se llamó Clemente Pablo...»). Pablos no habla, pues, directamente al lector, sino a un destinatario ficcional intermedio al que evoca con muletillas frecuentes («mire vuesa merced»). Sin embargo, la perspectiva que asume el narrador no es tanto la del pícaro Pablos, como la de un observador situado por encima de los sucesos, poseedor de una mentalidad aristocrática que denuncia al mismo pícaro y a su mundo: un narrador, en suma, cuya mirada sería más la del propio Quevedo que la de Pablos de Segovia. El autor habla desde una mentalidad nobiliaria ante el afán de las clases bajas de ascender. Quevedo nunca se pone en el lugar de don Pablos, cuyo deseo de ascenso social rechaza. Tiene, en definitiva, una perspectiva “brutalmente clasista” (D. Ynduráin). Así pues, como señala acertadamente Ignacio Arellano:

Quevedo, en fin, ha adoptado las formas externas del relato picaresco, pero vaciándolas a menudo de su función narrativa y estructural.


Otro de los rasgos comunes a las principales novelas picarescas que cabe resaltar en el Buscón es el del ingenio como hilo conductor de las aventuras del protagonista, ingenio que se agudiza en diversa medida por el aprendizaje a través (generalmente) de episodios violentos que despiertan la astucia maliciosa del personaje, enfrentado a un ambiente hostil en el que la generosidad o la misericordia brillan por su ausencia. En cuanto al estilo de la obra, es eminentemente satírico: la sátira se exagera en esta obra hasta el punto de constituir una caricatura sangrienta. Quevedo no describe lugares y personajes de forma realista, sino grotesca, hasta obtener una visión esperpéntica. Esta exageración es un rasgo típicamente barroco. Todo es extremado: lleva la suciedad hasta lo más repugnante, la ironía al sarcasmo más brutal, el Dómine Cabra no es sólo pobre y miserable, es "archipobre y protomiseria". El autor  trata a sus personajes con frialdad, sin compasión ni simpatía. Los describe con los trazos más negros, exagerando sus deformidades físicas y morales. Acaban siendo puras caricaturas.

Quevedo demuestra un alto dominio del idioma: utiliza un brillante estilo conceptista, jugando con el lenguaje, forzando dobles significados, retorciéndolo, algo impropio del mísero personaje que se supone que está narrando sus aventuras y desventuras en primera persona. Asimismo, en la obra abundan los chistes macabros, las groserías, los juegos de palabras y dobles sentidos. 

El resultado final del Buscón se muestra, en fin, tan alejado del modelo del Lazarillo, que, como advierte Francisco Rico, se trata de un relato elaborado con elementos tomados de la novela picaresca, pero cuyo conjunto resultante es más bien el de una novela de pícaros que el de una novela propiamente picaresca.