5. Conflicto entre el poder de la iglesia y el secular.

De: Ética, religión y sentido de lo humano en «La Regenta», Yvan Lissorgues


En las numerosas páginas que, en La Regenta, están dedicadas a la descripción de la vida religiosa, el narrador habla por cuenta propia. Entonces, Alas es el observador que describe las costumbres religiosas de su ciudad, como lo hace de una manera más abstracta (menos literaria) en sus artículos anteriores a 1884 y también, hay que insistir, en los posteriores. La crítica de la Iglesia y de las costumbres religiosas es constante y sin concesión desde 1875 hasta 1901. La fuerte sátira que es La Regenta tanto de la institución clerical como de la mentalidad de los clérigos y de sus feligreses no puede sorprender. Lo que sí es de interés es, por una parte, la completa «sociología religiosa» que nos ofrece la novela y, por otra, la pintura viva y humana que de ella nos presenta.


El narrador asiste como testigo presencial a todas las ceremonias, ve todo lo que pasa, intenta captar lo que la gente piensa y siente y hasta se introduce dentro de algunos personajes (Ana, Fermín) para escuchar su voz interior y calar en su conciencia. De ahí, la impresión de vida real. Pero el observador no es neutral. También aquí y con más fuerza que en otros aspectos, el «segundo narrador», es decir el satírico, el moralista, el que desearía que las cosas fuesen diferentes de lo que son, está siempre presente y no puede quedar impasible, ni mucho menos.


En Vetusta la religión está en todas partes, pero no para alzar el nivel espiritual de los vecinos, sino porque sí, por estar ahí. Los hombres de Iglesia comparten la vida de todos como pudieran hacerlo cualesquiera funcionarios de una institución venerable. Se pasean por el Espolón, codeándose con señoras y señoritas, asisten a todas las reuniones de la buena sociedad. El bueno de Ripamilán no se pierde una invitación de la casa de Vegallana y a menudo le acompaña el envidioso Glocester. Allí, son unos tertulios más que charlan, se divierten como todos y asisten sin ninguna mala conciencia a frivolidades y expansiones a veces de dudosa moralidad. Los ministros de la Iglesia aparecen todos (salvo el obispo) como funcionarios que cumplen con su deber. Van al coro para dormir la siesta a la hora señalada, presiden asociaciones de buenas obras, entierran, bautizan, casan, por turno, y siempre por máquina. En cuanto al confesonario, el reparto de las penitentes da lugar a envidias, rencillas y murmuraciones, y las confesiones son para algunos un medio para introducirse en las familias pudientes y satisfacer así las ambiciones propias. La conquista de la Encimada la ha realizado el Magistral merced al confesonario, de la misma manera que el abate Faujas consiguió dominar a Plassans para hacer volver la ciudad al redil bonapartista. Lo que sugieren con fuerza «Clarín» y Zola, es que es una estafa espiritual el que ciertos clérigos utilicen la confesión con fines propios, fines políticos y también a veces fines más o menos lujuriosos.


La Iglesia tiene su jerarquía, pero lo que vale para subir no es el mérito espiritual, sino las dotes políticas para imponerse y administrar. El nombramiento de don Fortunato a la cabeza del obispado fue tan sólo una necesidad política, o sea, un accidente. Desde luego, lo que llena la vida de los «santos varones», son la ambición, la envidia, las murmuraciones, las intrigas... Entre ellos, nunca es cuestión de fervor religioso. La Iglesia de Vetusta es realmente la imagen viva de la idea que «Clarín» expresará en 1899, pero que hubiera podido formular en 1875 o en 1885: esta Iglesia «es la cáscara vacía de una gran institución histórica», de la que se han apoderado «estos míseros positivistas prácticos y vulgares».


Además, el autor nos explica varias veces en la novela que la educación que reciben en el seminario los «aprendices de cura» no se encamina a fortalecer la fe sino, por lo contrario, a desviarla. Para el mismo Magistral, «la fe pura» de la adolescencia se convirtió en el Seminario «en pasión de escuela» que -comenta Alas- «suple muchas veces el entusiasmo de la verdadera fe» (I-450). Don Fermín vino a ser, sin fe auténtica, bueno sobre todo para la defensa de la institución, no del alma de ésta (I-451). Los seminaristas que desfilan en la procesión del Viernes Santo son «máquinas de hacer religión, reclutas de una leva forzosa del hambre y de la holgazanería» (II-365). No sólo el Seminario tuerce las conciencias; igual resultado da la «educación» religiosa. Cuando una niña de la Santa Obra del Catecismo recita con fuego una filípica contra los materialistas modernos, comenta el narrador: «era la obediencia de la mujer, hablando; el símbolo del fanatismo sentimental, la iniciación del eterno femenino en la eterna idolatría» (II-202).


¿Qué puede ser entonces la vida religiosa de los vetustenses? Pues se reduce a la observancia del rito, escrupulosamente, eso sí, pero de manera puramente exterior, rutinaria, inconsciente. Esa Iglesia totalmente huera de espiritualidad no puede suscitar sentimientos verdaderamente religiosos. Cuando vienen de refuerzo los jesuitas para la predicación de la Cuaresma, pasan allí -dice el narrador- «como una granizada», y siembran «semilla de piedad postiza y rumbosa» con «la retórica averiada de su oratoria de un barroquismo mustio y sobado» (II-329). ¿Qué mucho que, entonces, todas las pasiones, ruindades y mezquindades se congreguen en el templo cuando viene el caso? Así se explican los «espectáculos» a que dan lugar las solemnes ceremonias del culto: la Misa del gallo, la romería a San Pedro, la predicación de los jesuitas, la procesión del Viernes Santo, etc., etc.


Siempre es la misma falta de emoción religiosa en el público.


En la Misa de Nochebuena, nadie piensa en el misterio de la Natividad, a no ser Ana, de vez en cuando y de modo algo ambiguo. Durante la tremenda procesión del Viernes Santo, «ni un solo vetustense allí presente pensaba en Dios» (II-363); «los seminaristas iban a enterrar a Cristo, como a cualquier cristiano, sin pensar en El; a cumplir con el oficio» (II-365). En la misa de la Cuaresma, los fieles cantaban como «coro-monstruo bien ensayado» (II-334).


En cambio, «el populacho religioso» (II-369) se entregaba a ideas pecaminosas facilitadas por el contacto de los cuerpos. Para muchos, como para Obdulia, la religión era esto, «apretarse, estrujarse sin distinción de clases ni sexos» (II-278). Durante la Misa del gallo, durante las ceremonias de la Cuaresma, durante la procesión del Viernes Santo, los jóvenes, carlistas y liberales -precisa el narrador-, «se timaban [...] con las niñas» (II-333). Para Obdulia timarse en la Iglesia era más agradable que en otra parte (II-278). No faltaban borrachos: «y se vigilaba para evitar abusos de mayor cuantía» (II-277). Al mismo Magistral, la procesión de la ronda le parece ridícula, y Ripamilán sonríe cuando el organista convierte el templo «en un baile de candil... en una orgía» (II-275 y 279). Nadie se da cuenta nunca de que esto es una profanación. El único personaje que se ofusca de la inmoralidad de «esos malos cristianos» aquí acumulados es el buen don Pompeyo, el único ateo de Vetusta; lo cual, para Alas, es un verdadero sarcasmo.


En tales condiciones el público católico de Vetusta es un desierto para la oratoria verdaderamente sagrada, para la poesía religiosa del obispo. Nadie puede comprender la elocuencia «del apóstol», ni sentir el amor místico que sube «de su corazón a su cerebro» y convierte «el púlpito en un pebetero de poesía religiosa» (I-443). Nadie, «a no ser algún niño de imaginación fuerte y fresca» (I-449), que hubiera podido ser el joven Leopoldo15. Pero cuando el Magistral suelta un sermón bien construido, pero elaborado a duras penas al calor de una fe fingida (I-396), «la vanidad del predicador comunicaba luego con la de los oyentes /.../; nacía el entusiasmo cordial, magnético de dos vanidades conformes» (I-451).


Lo que denuncia Alas en esas descripciones de las prácticas religiosas de los vetustenses es la falta total, no sólo de sentimiento religioso, sino también de conciencia moral. Todo se ha vuelto profano, todo está profanado. La hidra de la lujuria se ha introducido en el templo del Señor, de la misma manera que el vacío espiritual de la Iglesia ha invadido toda la ciudad. Los vetustenses, como los vecinos de la ciudad de Bonifacio Reyes, se dicen católicos y «viven como ateos perfectos»16. Esta posición fuertemente crítica «Clarín» la mantiene durante toda su vida y no es sólo, desde luego, la del joven «militante democrático» de los años 1875-1881.


En las novelas de Zola, encontramos una crítica parecida, en el fondo, de la Iglesia, pero el tono de relativa objetividad que emplea siempre el novelista de Medan induciría a pensar que tal estado de cosas no le causa honda impresión. No así en «Clarín». La acritud del tono, los sarcasmos, las comparaciones, los adjetivos despreciativos, los comentarios fuertes indican que el autor de La Regenta no se siente desligado de una realidad que le amarga y le indigna... y tal vez que le duele.


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Tal vez. Porque si el narrador nos muestra claramente lo que censura, no nos dice directamente lo que hubiera de ser la verdadera religión. Sin embargo, su concepción, o por lo menos algunas de sus ideas religiosas, se encuentran diluidas en la conciencia de ciertos personajes y particularmente de Ana. Pero hay que andar con cuidado, porque cada personaje es complejo y tiene su coherencia humana y artística que le es privativa. Alas tiene tal sentido de lo real y tal sentido de lo humano, que no se puede pensar ni un momento que hubiera elegido a un personaje como portavoz de su propio sentir y de sus propias ideas. La Regenta no es una novela de tesis, y si encierra una enseñanza será -como lo deseaba el autor- la «de la realidad misma que también la encierra». Pero, lo hemos dicho ya, «Clarín» expresó sus ideas sobre la Iglesia y su pensamiento religioso en numerosos artículos. El conocimiento de esas ideas nos puede ayudar a detectar y a comprender algunas de sus concepciones, aun cuando las encontramos en un personaje que tiene su «autonomía artística».


Primero, es indudable que la posición de Ana frente a la religión de los vetustenses coincide con la que expresa el narrador por cuenta propia. En las páginas que cuentan en indirecto libre la triste meditación de Ana el día de todos los Santos, encontramos repulsión ante las costumbres religiosas tradicionales, respetadas sin conciencia, ante el carácter mecánico de los ritos, ante la «hipocresía de los vivos» y las «preocupaciones absurdas» de los vetustenses (II-14). En otro lugar, Ana se rebela contra la rutina religiosa: «recitar de memoria las plegarias era un ejercicio inútil» (II-93). Cuando medita cerca de la fuente de Mari-Pepa y se rememora la conversación que acaba de mantener con el Magistral, descubre que la religión verdadera es muy otra cosa que la rutinaria, que la virtud es «el equilibrio estable del alma», que muchas cosas, las artes, la contemplación de la naturaleza, etc., pueden «elevar el alma» (I-341-345). Pero es de notar que, en este caso, Ana da valor de autenticidad a las palabras, hábiles para entusiasmar a un alma pura, pero no del todo sinceras, del Magistral.


Ahora bien, el afán de Ana por encontrar la verdadera religión y su rechazo de la conformista observancia de reglas y dogmas exteriores se parecen mucho a la búsqueda de «Clarín». Lo que dice Alas en sus artículos, lo encontramos aquí envuelto en el calor de un sentir, que bien puede ser el del autor atribuido a su personaje.


Cuando Ana, en su doloroso camino espiritual, después de sus extravíos místicos, después de sus caídas, llega a «dudar de la Iglesia, de muchos dogmas» (II-330), cuando «dudas tremendas» (II-331) asaltan su espíritu pero sin borrar la aspiración a un absoluto divino, se aproxima a la autenticidad religiosa del autor. Este confesaba, en 1878, a su amigo Tomás Tuero que en materia religiosa había renegado de «muchos nombres impuestos malamente a las cosas», pero «no de esas cosas mismas», y concluía: «nuestra religiosidad es real». Añadía: «De mí te puedo decir que mientras creía en Dios, porque sí, porque algo inefable me giraba en el corazón, fui religioso sincero... pero intermitente [...]. Ahora, nunca se me ocurre, por muy nervioso que esté, dudar de Dios»18. Ana, antes de conquistar la verdadera religión, que, para ella, es la religiosa aceptación del dolor (como veremos), es también víctima de los nervios, de la imaginación, del temperamento. Pero un día vislumbra el camino de la verdadera virtud: la «virtud por sí sola, sin ayuda de los dogmas» (II-332). Entonces, recuerda las palabras de su padre, el libre pensador don Carlos: «La verdadera religión es un homenaje interior del hombre a Dios, a un Dios que no podemos imaginar como es y que no es como dicen las religiones positivas, sino mucho mejor, mucho más grande» (II-331). Pues ésta es la religión de «Clarín» desde 1878, desde que, en las clases de Giner y de Salmerón, aprendió a «ser religioso»19. En un artículo de 1892, escribe: «El espíritu religioso es una tendencia ante todo, un punto de vista, casi pudiera decirse una digna postura, la postración ante el misterio sagrado y poético; no es, como creen muchos, ante todo una solución concreta, cerrada, exclusiva». Es lo que hace decir a don Carlos, en 1885.


Hablábamos arriba de los extravíos místicos de Ana, porque para nuestro autor son verdaderamente extravíos. Es muy posible, casi cierto, que «Clarín» vive de nuevo a través de su personaje algo de su propia «experiencia» mística ya superada. ¿No escribió cuando adolescente, con gran fervor él también, poemas místicos que se publicaron en El Cascabel de Frontaura? Confesó, en 1888, que se había corregido pronto, pero que El Cascabel «continuó en la mala senda, cultivando la noche serena de Fray Luis... en traje de Pierrot». La cita dice bien claramente cómo juzga «Clarín», tres años después de escribir La Regenta, lo que en el mismo artículo llama «desahogo de flato religioso».


Más aún; siempre desconfió Alas de la religión del sentimiento, de la religión a lo Chateaubriand. En 1878 piensa, como Balmes, que no hay que fiar demasiado de los poetas, pues «para un Victor Hugo, que comprende y siente al Dios verdadero, hasta el punto de poder con justicia llamar ateo a un arzobispo, hay ciertos poetas idólatras, Villasandinos que comparan a la Virgen con su alma». El análisis de los impulsos místicos de Ana, además de revelar un agudo sentido de lo humano, es muy significativo del falso romanticismo que es para él la religión de la imaginación, y la religión del sentimiento. Observa primero que los accesos místicos, como los ensueños, están en estrecha relación con la debilidad del cuerpo (I-222). (¿Visión naturalista del ser? No, más bien mero realismo). Además, la exaltación mística, en el caso de Ana, se origina en un espíritu no bien dominado por la conciencia y eso por razones diversas («educación pagana, dislocada, confusa»), que da a la piedad sincera «extrañas formas» (II-191); es evidente que «la piedad sincera» no necesita de tales «extrañas formas» que la adulteran. Pero lo más grave es que la religión de los sentidos, que a menudo está a punto de convertirse en ese sensualismo religioso siempre condenado por Alas23, es peligroso, porque puede llegar a la dilución de la conciencia y, desde luego, al relajamiento del pensamiento y de la voluntad. Ana, durante la Misa del gallo, se abandona en un principio al «olor místico de poesía inefable»; luego, «su pensamiento se remontaba, se extraviaba y al difundirse se desvanecía». Como se duerme la conciencia y no hay más que gozo, del sensualismo místico se pasa al sensualismo amoroso, sin que Ana se dé cuenta del paso de la frontera. Se le aparece la imagen de Mesía, y «en unas honduras del alma, o del cuerpo, o del infierno», experimenta un placer superior al que le proporcionan los más suaves arranques místicos (II-273).


El sensualismo religioso es, para Alas, en el mejor de los casos, una impureza, algo demasiado ligado a la «quintaesencia» de la materia que son los sentidos. Por otra parte, este sentir vuelto todo sobre sí mismo, es un sentir egoísta que puede hacer caer a quien lo experimenta en la atrevida impresión de que es un ser superior, privilegiado. Ana no escapa en ciertos momentos a esa fe egoísta, que es egotismo, porque todavía no ha conquistado esa humildad ante el misterio que sólo puede proporcionar una conciencia religiosa madura («Se creía en sus momentos de fe egoísta admirada por el Ojo invisible de la Providencia» -II-36-).


Y, precisamente, uno de los temas fundamentales de La Regenta es la conquista difícil, dolorosa de una madurez religiosa. En cierto modo, dicha conquista fue también la de Leopoldo Alas.


No se puede hablar de la religión en La Regenta sin evocar la presencia en el mundo de Vetusta del obispo, don Fortunato Camoirán, que aparece como un santo de Las Leyenda de Oro extraviado en un mundo materialista y vulgar. Es un «apóstol», pero demasiado ingenuo y cortado de una realidad que no entiende (cree en la virtud de las señoras de la aristocracia y piensa que el vicio sólo se encuentra entre las chalequeras del boulevard, I-523). Es verdad, como ha mostrado John Rutherford, que la figura del obispo no es, en La Regenta, tan positiva como se piensa a veces; lo sería tal vez si no fuera obispo, si fuera tan sólo un santo en el desierto. Su santidad no sirve para nada contra los abusos de sus subordinados, no influye en nada sobre las almas de los feligreses. Sólo vale, a los ojos del autor, por su fe pura, lo que es mucho y muestra que el catolicismo no impide la verdadera religiosidad, idea en la que «Clarín» insistirá, más tarde. Lo que es evidente es que don Fortunato es visto siempre con profunda simpatía por el narrador, y eso por su singular virtud cristiana, no cabe duda. Es más; don Fortunato es evocado las más veces con un cariño que nace, podríamos pensar, de la comprensión de un alma tierna y buena como la de un niño, pero cuyo origen, más íntimo, es el recuerdo de don Benito Sanz y Forés. Es indudable que cuando Alas da vida al obispo Camoirán está pensando en don Benito, que era obispo en su pueblo en los tiempos de la adolescencia y dejó en su alma una huella imborrable. Diez años después, en el artículo necrológico que le dedica, revela el amor y el respeto que el «apóstol católico» le «inspiró siempre, aun en las épocas de volterianismo superficial (sarampión conveniente), el recuerdo dulce, edificante de aquel Sanz y Forés» de su adolescencia, que tantas veces -añade- «despertó en mi alma la emoción religiosa, sobre todo la de caridad, de delicia inefable».


El «Clarín» que escribe La Regenta no es todavía el pensador esencialmente preocupado por los problemas espirituales que será en 1895, pero su sentido religioso parece ya muy maduro. Un ejemplo muy sugestivo de esa madurez religiosa se encuentra en la meditación del narrador ante las grotescas imágenes, la de la Virgen y la de Cristo, que se tambalean en la procesión del Viernes Santo. Más allá de esas estatuas vulgares, ve «Clarín» algo superior: una especie de símbolo del infinito misterio. Es decir que sabe ver un reflejo de autenticidad en lo que es una payasada. Hay como una esencia de piedad secular en esas máscaras de cera y de barniz. Esas imágenes «por la grandeza del símbolo, infundían respeto religioso... Representaba[n] a través de tantos siglos un duelo sublime» (II-366). El narrador es, pues, un hombre que sabe captar la esencia religiosa de los símbolos, aun cuando estos toman las formas más triviales y más grotescas... Así que, las meditaciones a las que se entrega, cuatro años después, cuando hace la reseña de La Unidad Católica de Víctor Díaz Ordóñez, no son tan sorprendentes como se ha dicho.


Alas, en 1885, se ha emancipado de la religión rutinaria y ciega de «sus mayores» y de la casi totalidad de sus compatriotas y ha encontrado ya (como revela la trayectoria espiritual de Ana) el camino de la auténtica religiosidad. Pero no se debe perder de vista que siempre permaneció vivo en él cierto sentido de lo espiritual hasta en los períodos de volterianismo, «sarampión conveniente» y aun diremos necesario.


Esa madurez le permite ver el mundo como es, sin deformarlo, intentando captar sus más profundas realidades, según la óptica de un realismo total y abierto, pero sin dejar de subrayar discretamente lo que le parece la verdad. Muy lejos estamos con La Regenta de la estética naturalista de Zola, limitada por prejuicios «cientifistas», que impiden la plena captación de lo humano.