La sonrisa de los filósofos

Una de las preguntas más repetidas de la historia de la filosofía es si conocemos la realidad. En otras palabras, hasta qué punto tenía razón Platón cuando en el mito de la caverna ( La república) mostraba que los humanos sólo contemplan sombras de la realidad, a pesar de creer que la están viendo tal como es. Las ciencias actuales contribuyen a responder mejor esta pregunta.

Sabemos que nuestros cerebros viven a oscuras. Cerrados en cráneos óseos, es a través de los sentidos que les llegan varios tipos de señales eléctricas y químicas que el cerebro interpreta para representarse el mundo, un mundo. Y también sabemos que los humanos somos unos primates casi ciegos y sordos en relación con los espectros electromagnético y acústico, y que tienen un olfato, gusto y tacto también limitados.

Las neurociencias actuales van estableciendo cómo nuestros cerebros construyen la realidad de una manera muy activa, una realidad que de hecho nos inventamos a partir de datos limitados. Se trata de un órgano, al mismo tiempo flexible y complejo, que en un cálculo conservador parece que dispone de unos 86.000 millones de neuronas, cada una de las cuales establece miles de conexiones. Así, en total cada persona va armada con entre unos 100 y 1.000 billones de conexiones. Con ellas y las señales eléctricas y químicas que recibimos desde los sentidos, nuestros cerebros crean desde su oscuridad.

No es muy sorprendente que todavía no comprendamos bien cómo funciona todo eso. Los sueños, por ejemplo, siguen siendo unos grandes desconocidos. Un avance cualitativo sería disponer de alguna tecnología que permitiera filmar sueños. Muy probablemente empequeñecería las obras de los surrealistas.

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Con el cerebro los humanos producimos ideas sencillas que nos parecen complejas. Y parece que lo hacemos a partir de diferentes componentes que la evolución nos ha ido facilitando y que a menudo resultan contradictorios. Algunos neurocientíficos hablan de los diversos partidos que cohabitan en nuestro cerebro, todos diciéndonos de maneras contrarias cómo tenemos que solucionar un problema. Nuestros cerebros se basan en conflictos internos.

Los filósofos han hecho lo que han podido a lo largo de la historia para entender el mundo, la mayoría del tiempo sin partir de conocimientos científicos, a través de mitos y metáforas. Todos ellos han competido ­para llegar a un conocimiento que les procure una sonrisa de satisfacción por haber llegado a un saber más profundo sobre el mundo. Es el momento eureka de los filósofos.

En el mundo de la teoría, podemos imaginarnos a Platón sonriente cuando establece que la mayoría de los hombres sólo vislumbran sombras de la realidad verdadera, a la cual sólo unos pocos acceden a través de las ideas. Heráclito había sonreído antes cuando vio la realidad anclada en el cambio (“El fuego descansa en el cambio”) y en las tensiones internas que todo lo conforman (“La guerra es el padre de todas las cosas”).

En el mundo de la práctica, Gilgamesh y Lear son personajes literarios atormentados en un mundo absurdo en el que aprenden que el conocimiento y la infelicidad son hijos gemelos de la sabiduría, a la que sólo se llega a través de viajes interiores dolorosos. Sus pretendidas certezas anteriores se revelan superficiales y falsas. Albert Camus pretende redimirnos del absurdo que rodea la existencia humana haciendo que Sísifo sonría, a pesar de ser un personaje condenado por los dioses a arrastrar una piedra inmensa desde el valle hasta la cumbre de la montaña que siempre le vuelve a caer y le hace reemprender la misma acción indefinidamente. Pero Sísifo sonríe desde una libertad que los dioses no pueden arrancarle. Una libertad que nunca es regalada y que tenemos que ganarnos cada día. Contra el mundo y contra buena parte de los otros humanos.

Por su parte, los físicos nos vienen a decir que la realidad sólo está compuesta de materia y energía. El tiempo no es más que otra ficción del cerebro humano. El mundo y su apariencia de cambios vendrían a ser una mera ilusión de unos sapiens que, por no captar, ni siquiera son capaces de intuir las cuatro dimensiones del espacio-tiempo asociadas a la relatividad general de Einstein. Dado que nuestras velocidades son muy lentas en relación con la de la luz, tan sólo percibimos sombras en tres dimensiones espaciales y en una dimensión temporal del espacio-tiempo. Pero el tiempo no fluye. La distinción entre pasado, presente y futuro es otra ilusión de nuestros cerebros. Todos los acontecimientos se dan simultáneamente dentro de una cartografía de cuatro dimensiones. “La realidad –decía Einstein– es una mera ilusión, eso sí, muy persistente”. Nuestros cerebros son artistas locos. La física se acerca a la poesía.

Al final quizás en el terreno de la teoría es Parménides, un pensador a menudo incomprendido, quien acaba sonriendo el último cuando nos lo imaginamos sentado en la onda electromagnética desde la que Einstein se preguntó cómo se vería el mundo. Pero en el terreno práctico, como sabían Montaigne, Shakespeare, Russell o Berlin, las sonrisas humanas siempre tienen en el escepticismo y en una permanente ironía de fondo su origen y su destino.

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